Las dispensaciones /8

El reino de Dios

5. El reino de Dios

Introducción

Dios, por el hecho de ser Dios, el Creador, posee el dominio sobre todas las cosas. A cada instante, todo lo tiene entre sus manos. En ese sentido, a veces es llamado Rey, y su dominio reino (compárese con Salmo 22:28; 103:19; Daniel 4:3, 34, 37). Pero las palabras reino de Dios evocan algo que no ha existido en todo tiempo. Estaba en los designios de Dios establecer su dominio sobre la tierra, de manera que fuese reconocido pública y oficialmente. Y en las manos del Hijo del hombre él quiere ponerlo, según el Salmo 8. El reino de Dios es el cumplimiento de ese deseo.

Las expresiones “reino de Dios”,1 “reino de los cielos”, “mi reino”, etc. son frecuentes en el Nuevo Testamento, y particularmente en boca del Señor. La aparente diversidad de sentido puede producir en nosotros algún desconcierto. Cuando leemos: “El que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Marcos 10:15), nuestros pensamientos se centran en el cielo. Cuando leemos las parábolas de Mateo 13: “El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza… a la levadura… a un tesoro escondido… a un mercader que busca buenas perlas”, nuestros pensamientos se vuelven hacia el estado actual de la cristiandad o hacia la Iglesia. Cuando oímos al Señor decir a sus discípulos: “Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que… os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel” (Lucas 22:29-30), pensamos en el Milenio.

Las cosas se aclaran cuando comprendemos que el reino de Dios está íntimamente unido a la venida de Cristo a la tierra. Según las profecías del Antiguo Testamento, es la época que debe ser introducida por la venida del Mesías para Israel, y por la dominación universal del Hijo del hombre. Esta época está caracterizada por la autoridad de Dios establecida y reconocida oficialmente en la tierra y por una abundancia de bendiciones.

Cuando viene la primera vez, el Señor Jesús proclama que el tiempo se ha cumplido y que el reino de Dios se ha acercado. Pero he aquí que el Rey es rechazado y crucificado. Un nuevo estado de cosas, que no había sido revelado en el Antiguo Testamento, se introduce entonces. El reino se establece de manera misteriosa y transitoria, con el Rey en el cielo y sus súbditos en la tierra. Durante ese tiempo, los derechos del Rey son reconocidos sólo por los que lo han recibido mediante la fe, y ellos mismos son extranjeros en la tierra. Los judíos pierden por un tiempo sus particulares privilegios y la salvación se ofrece a todos los gentiles. La Iglesia se constituye.

Después del tiempo de la Iglesia, por medio de la segunda venida de Cristo —su venida con potestad y gloria— los designios de Dios que conciernen al reino se cumplen totalmente.

El tema del reino está pues estrechamente vinculado con el de las dispensaciones.

  • Durante la dispensación de la ley, el reino es anunciado como algo futuro.
  • Durante la vida del Señor en la tierra, el reino es ofrecido, pero rechazado: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). El pleno establecimiento del reino es pospuesto.
  • Durante el tiempo de la Iglesia, el reino existe, pero de forma misteriosa. Israel como pueblo es puesto de lado por un tiempo, y el Evangelio es predicado a todas las naciones.
  • Cuando llegue el Milenio, el reino se establecerá en gloria. Es el tiempo de la “restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:21), la gloriosa respuesta de Dios a la introducción del pecado en el mundo.

El reino es anunciado en el Antiguo Testamento

Después del primer rey de Israel —Saúl, el rey según el corazón del hombre— Dios escoge a David, “un varón conforme a su corazón” (1 Samuel 13:14), y le da la realeza sobre su pueblo. Obra con él según su soberana gracia. No sólo colma a David de sus cuidados, sino que además hace un pacto con él —un pacto incondicional, como el que había hecho con Abraham—. Le dice: “Cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje… y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo… Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente” (2 Samuel 7:12-16). Salomón bien tuvo el privilegio de heredar el trono de David y de edificar una casa para Dios, pero el final de su reinado fue un fracaso. Y sus descendientes tan sólo reinaron durante algunos siglos.

En Cristo, el Hijo de Dios, las promesas hechas a David se cumplirán a la perfección. En el relato de 1 Crónicas 17, paralelo al de 2 Samuel 7, Dios no sólo dice tu reino (el de David) y su reino (el del hijo de David), sino mi reino (v. 14). El reino de David y el de su hijo se identifican con el “reino de Jehová” (compárese con 1 Crónicas 28:5).

El profeta Daniel nos conduce más lejos. Primero, por la interpretación del sueño de la gran estatua con los pies de hierro y de barro cocido, nos muestra a todas las autoridades terrenales definitivamente barridas ante aquella que Dios establecerá: “En los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre” (Daniel 2:44). Luego, en el capítulo 7, el profeta nos presenta a “uno como un hijo de hombre” que se acerca al “Anciano de días” y que recibe “dominio, gloria y reino” para que todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvan. “Su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (v. 13-14). El que reina aquí, ya no es el Hijo de David (aunque sea la misma persona), sino el Hijo del Hombre. El alcance de su dominio, ya no es más Israel y las naciones vecinas, sino toda la tierra. El mismo capítulo 7 nos muestra además a “santos” que reciben y que poseen el reino (v. 18, 22, 27).

El Antiguo Testamento no va más allá de ese glorioso reino, y para describirlo utiliza las expresiones “hasta el siglo”, “eterno”, “para siempre”, “no será jamás destruido”. Ese reino no tendrá fin, en el sentido de que nada en la tierra podrá detener su curso. Sabemos por el Nuevo Testamento que durará mil años (Apocalipsis 20:1-7), de donde recibe su nombre de Milenio.

Numerosas profecías describen este reino de justicia y de paz bajo el cetro del Mesías (véase, entre otros pasajes, Salmo 101, Isaías 2:2-4 y 11:1-10, Jeremías 32:37 a 33:18, Ezequiel 40 a 48). Es la bendición final de la tierra, introducida por el juicio de todo lo que se opone a Dios. De hecho, el Antiguo Testamento enlaza todo lo que Dios puede tener en reserva para sus santos —la bendición, la vida, la felicidad, la gloria— con este reino que él establecerá en la tierra.

La predicación del reino en los evangelios

Lo que precede explica el sentido general que la expresión reino de Dios tiene todavía en el Nuevo Testamento. En ese sentido general, las expresiones “entrar en el reino”, “heredar la vida eterna” y “ser salvo” son prácticamente equivalentes. Lo vemos, por ejemplo, en la historia del joven rico. Se informa para saber lo que debe hacer a fin de “tener la vida eterna”; el Señor le habla de “entrar en la vida”, luego explica a los discípulos la dificultad para un rico de entrar “en el reino de Dios”; los discípulos se preguntan entonces ¿quien puede “ser salvo”?; en su conclusión, el Señor habla de heredar “la vida eterna” (Mateo 19:16-17, 23-25, 29).

En las epístolas, la expresión “heredar el reino de Dios” también se emplea en el mismo sentido (compárese con 1 Corintios 6:9-10; Gálatas 5:21).

Cuando el Señor Jesús vino a la tierra, el Imperio Romano (representado por los pies de la estatua del capítulo 2 de Daniel) tenía el poder universal. Todo estaba preparado para que, “cortada una piedra, no con mano”, desmenuzara la estatua y llegara a ser “un gran monte que llenó toda la tierra” (v. 45, 35), es decir para que Cristo estableciera su reino.

El ángel anuncia a María: “Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:32-33). Su venida es prevista primero para Israel.

Cuando Jesús llega, Juan el Bautista, luego el propio Señor, y al final sus discípulos, proclaman el mensaje: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3:2; 4:17; 10:7). En el Sermón del monte, el Señor explica los principios morales del reino (Mateo 5 a 7). Luego va por “todas las ciudades y aldeas, enseñando… y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia” (9:35).

El rechazo del Rey

Pero muy pronto la hostilidad de los judíos se manifiesta, hostilidad que, por otra parte, es sólo la del hombre hacia Dios. “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:5). Al paciente trabajo de amor del Señor, a su incomparable bondad para con los desventurados, responde la dureza del corazón humano. ¿Por qué? Porque “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).

El evangelio de Mateo, en particular, nos muestra el historial de este rechazo. A causa de éste, a partir del capítulo 13, el Señor expone por medio de parábolas lo que él llama “los misterios del reino de los cielos” (13:11). Con el rechazo del Rey, el reino toma una forma especial, que no había sido revelada anteriormente. Las enseñanzas de Cristo van a ser recibidas por unos y rechazadas por otros, de manera que el mundo va a ser semejante a un campo en el cual la cizaña está mezclada con la buena semilla (v. 37-38).

El Rey será escondido por algún tiempo en los cielos, tema de fe para los suyos. “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra”, dice él (28:18); pero esta potestad será reconocida sólo por aquellos que lo hayan recibido como su Salvador personal. La expresión “reino de los cielos” evoca este carácter peculiar del reino del cual el Rey está en el cielo, mientras que sus súbditos están en un mundo que, de manera general, lo rechaza y los rechaza. Ya en el Sermón del monte, el Señor habla de la recompensa celestial y futura de aquellos que actualmente son perseguidos por causa de la justicia o por causa de él: “Vuestro galardón es grande en los cielos”, dice él (5:10-12). Este mundo tratará a los discípulos del reino como trató al Señor. Debemos saber que “es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22).

La puerta del reino abierta a las naciones

Sin embargo, a causa del rechazo del Mesías por los judíos, “vino la salvación a los gentiles” (Romanos 11:11). A partir del día de Pentecostés, las Buenas Nuevas son proclamadas en todas las lenguas. Son para todos; también son para los que en otro tiempo estaban “sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:12). Pedro, quien había recibido del Señor “las llaves del reino de los cielos” (Mateo 16:19), las utiliza en favor de los gentiles cuando Cornelio y los suyos son públicamente unidos a los creyentes judíos (Hechos 10). Y el libro de los Hechos nos muestra en detalle cómo Dios “había abierto la puerta de la fe a los gentiles” (14:27).

Desde Pentecostés, todos los que creen son tomados del pueblo judío o de los gentiles a los cuales pertenecían, para constituir la Iglesia de Dios. Pero al mismo tiempo, son discípulos del reino. El apóstol Pablo dice a los ancianos de Éfeso que él pasó entre ellos “predicando el reino de Dios” (Hechos 20:25). Es uno de los aspectos de su predicación (compárese con v. 21, 24, 27). A los cristianos de Roma, les enseña que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17). Al esperar el regreso del Señor, debemos andar “como es digno de Dios, que os llamó a su reino y gloria” (1 Tesalonicenses 2:12).

La Iglesia y el reino son dos cosas diferentes, pero todos los que forman parte de la Iglesia pertenecen al reino. Así, los caracteres morales que deben llevar los discípulos del reino, según lo que el Señor Jesús ya enseñó en los evangelios, deben ser vistos en nosotros.

Señalemos una característica diferencia entre el reino y la Iglesia. En el reino tal como está descrito en la segunda parábola de Mateo 13, la cizaña y la buena semilla deben “crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega” (v. 30), es decir hasta “el fin del siglo” (v. 39). Esto es así porque “el campo es el mundo” (v. 38). El dominio del Rey no es reivindicado sobre el mundo durante todo este período. En la Iglesia, es muy diferente. El mal y “el perverso” deben ser quitados de la iglesia, “porque el templo de Dios… santo es” (1 Corintios 5:7, 13 y 3:17). Durante el tiempo de la Iglesia, evocado por las siete iglesias de Asia, el Hijo del hombre aparece como juez de aquellos que invocan su nombre (Apocalipsis 1:13). Más tarde, el mismo Hijo del hombre aparece en el cielo y mete su “hoz, y siega… la tierra” porque “la hora de segar ha llegado” (14:15).

Instauración del reino de Dios

Podemos distinguir tres etapas:

  1. “Preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el reino de Dios”, el Señor les respondió: “El reino de Dios está entre vosotros” (Lucas 17:20-21). Éste estaba allí en la persona del Rey. Como también lo dijo: “Si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mateo 12:28).
  2. El reino en sí ha sido instaurado —bajo la forma misteriosa en que lo presentan las parábolas de Mateo— después de la ascensión del Señor Jesús a la gloria. Esto se halla confirmado por Daniel 7:13-14 donde vemos al Hijo del hombre acercarse al Anciano de días y recibir el reino. Igualmente, en Hebreos 2, Jesús es “coronado de gloria y de honra”, Dios “todo lo sujetó bajo sus pies”, “pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas” (v. 7-8).
  3. Bajo su forma completa y gloriosa, el reino aparecerá sólo después de los juicios que nos describe el Apocalipsis, en los capítulos 6 a 19. El Imperio Romano habrá sido reconstituido, después de un largo eclipse, para permitir el cumplimiento exacto de la profecía de Daniel 2. La instauración del reino es presentada de manera breve en los versículos 1 a 6 de Apocalipsis 20. Durante los mil años que durará, Satanás permanecerá atado, con la imposibilidad de seducir a los hombres.

Este estado de felicidad y de bendición incomparables abarcará no sólo la parte terrenal que el Antiguo Testamento describe abundantemente, sino una parte celestial de la cual la Escritura dice pocas cosas. Los creyentes que atravesarán las tribulaciones sin dejar sus vidas —es decir el remanente de Israel y los gentiles que habrán recibido el evangelio del reino (Marcos 13:10)— vivirán este período sobre la tierra. En cambio, los fieles que dejarán sus vidas “por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios”, participarán de “la primera resurrección” (Apocalipsis 20:4-5). Con los creyentes que hayan sido arrebatados al cielo en el momento del regreso del Señor, constituirán la parte celestial del reino. Sin duda que de ellos habla el Señor cuando dice: “Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mateo 13:43). El apóstol Pablo dice: “El Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial” (2 Timoteo 4:18).

Ya hoy, Cristo ha sido “exaltado hasta lo sumo”, y ha recibido “un nombre que es sobre todo nombre”. Pero en aquel día, se doblará ante él “toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra” y “toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:8-11).

El reino entregado al Dios y Padre

Todos los reinos de la tierra han tenido su período de gloria, y luego de decadencia. Han pasado y dejado lugar a otros reinos, manifestando Dios así su juicio para con los que los gobiernan (compárese con Daniel 5:26-28; 7:11-12). Pero muy diferente será el reino de Cristo. Después de haber evocado los grandes imperios de los gentiles, Daniel, hablando del reino dado al Hijo del hombre dice: “Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (7:14).

En un sentido, ese reino es eterno. Aquellos que entran “en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11) con seguridad estarán en él para siempre. Y la gloria de Cristo manifestada en el reino no podrá tener fin.

No obstante, la Escritura nos muestra los eventos que deben llegar “cuando los mil años se cumplan” (Apocalipsis 20:7 y siguientes). En relación con el tema de la resurrección, el apóstol Pablo evoca el momento en que Cristo entregará el reino al Dios y Padre (1 Corintios 15:24-28). Este pasaje nos muestra el reino como una administración confiada por Dios a Cristo, el Hombre de sus consejos. Al confiarle el reino, Dios le sujeta todas las cosas, según la profecía del Salmo 8. Ahora bien, no sólo se trata de una dominación de principio, sino de una dominación efectiva. Así, “preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:25). Y “el postrer enemigo que será destruido es la muerte” (v. 26). La muerte será obligada a restituir todas sus presas, y ella misma será lanzada al lago de fuego (Apocalipsis 20:14). Y cuando Cristo haya acabado la labor que Dios le habrá confiado, “cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia” (1 Corintios 15:24), cuando “todas las cosas le estén sujetas” (v. 28), entonces entregará el reino a Dios el Padre, en un estado de perfección.

“Entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (v. 28). Como hombre, el Señor Jesús conserva por la eternidad un lugar de sujeción a Dios, el que había tomado cuando vino a esta tierra. Sin embargo, es el lugar de la gloria suprema y no más el de la humillación.2

Observación respecto del “reino de los cielos”

La expresión reino de Dios es general; ella podría aplicarse —al parecer— en todos los contextos. En cambio, la expresión reino de los cielos tiene un carácter dispensacional muy marcado, al igual que el evangelio de Mateo en el cual se encuentra. Pues en efecto, ella se halla sólo en este evangelio, donde casi siempre es utilizada. Ahora bien, la relación de Cristo, el Mesías, el Rey, con el pueblo de Israel y su rechazo, son particularmente vistos en Mateo.

Se ha descrito el reino de Dios como la esfera moral en la cual se reconocen los derechos de Dios. En cuanto al reino de los cielos, es la tierra bajo el gobierno del cielo, donde el Rey está escondido. Cuando el Señor estaba en la tierra, el reino de Dios estaba aquí abajo, en un sentido moral o espiritual. Pero el reino de los cielos era entonces una cosa futura. Fue establecido sólo cuando el Hijo del hombre fue elevado en la gloria. Esto explica porqué el Señor emplea la expresión “reino de Dios” en lugar de “reino de los cielos” en pasajes como: “ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mateo 12:28) o “el reino de Dios será quitado de vosotros” (21:43).

  • 1En Mateo vemos al Señor empleando la expresión “reino de los cielos”, y en otro evangelio “reino de Dios”. Esto basta para indicar que el sentido general de estas expresiones es el mismo. Diremos algo más tarde referente a lo que distingue su empleo.
  • 2«El gobierno mediador del hombre habrá desaparecido, será absorbido por la supremacía de Dios a la cual no habrá más oposición… Aquí, Cristo nos es presentado depositando esta autoridad que le ha sido conferida, y entrando en la posición normal de la humanidad, en la posición de un ser sometido a Aquel que le había sometido todo. Pero a través de todo, la naturaleza divina de Cristo jamás cambia, ni tampoco su naturaleza humana, con esta diferencia: que la humillación habrá sido cambiada por la gloria. Pero entonces Dios será todo en todos, y el gobierno especial del hombre en la persona de Jesús —gobierno al cual la Iglesia está asociada— será desleído en la supremacía inmutable de Dios, en la relación final y normal de Dios con su criatura» (J. N. Darby).