4. Los pactos
En las Escrituras encontramos varios pactos establecidos por Dios con el hombre.
El primero es el que Dios hizo con Noé y sus hijos, después del diluvio. Dios se comprometió a no destruir más la tierra con un diluvio, y como señal de compromiso, puso el arco en las nubes (Génesis 9:8-17).
Todos los demás pactos conciernen a Abraham o a su descendencia terrenal (Romanos 9:4; Efesios 2:12). Tres pactos sucesivos caracterizan los designios de Dios para con esta privilegiada familia:
- el pacto hecho con Abraham,
- el antiguo pacto, hecho con Israel en el Sinaí, cuando fue liberado de Egipto,
- el nuevo pacto, prometido a Israel para un tiempo todavía futuro.
La relación de Dios, o del Señor Jesús, con los creyentes de la época actual no es un pacto; en la Escritura no se llama así.
El pacto con Abraham
Empezó con el llamamiento de Abraham, cuando todavía estaba en Ur de los caldeos (Génesis 12:1-3). El pacto en sí es formalmente establecido en el capítulo 15 del Génesis (v. 18). Es confirmado en el capítulo 17 (v. 1-22) y es ampliado en el capítulo 22 (v. 15-18). La circuncisión es la señal del pacto. Este pacto tiene el carácter de una promesa de Dios, de una promesa incondicional (Gálatas 3:15-17). Además, es un pacto perpetuo (Génesis 17:7, 13, 19; Salmo 105:10). El que será concretado más tarde en el Sinaí con el pueblo de Israel es una continuación —con esenciales diferencias—, pero no puede anular el primero. La Escritura expresamente lo subraya en Gálatas 3:17: “El pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo, la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga, para invalidar la promesa”.
En su predicación del Evangelio a los judíos, en Hechos 3, Pedro considera a sus oyentes como los “hijos… del pacto” que Dios estableció con Abraham (v. 25). Las bendiciones que Cristo les trae son pues el cumplimiento de las promesas divinas hechas al patriarca.
El antiguo pacto
Interviene al comienzo de la historia de Israel como pueblo, inmediatamente después de su liberación de Egipto. Está estrechamente unido a la ley: los diez mandamientos son llamados “las palabras del pacto” (Éxodo 34:28). Tenemos el relato de su institución formal en Éxodo 24:1-8. Moisés lee los mandamientos de Dios al pueblo, el cual se compromete a obedecer. Son ofrecidos sacrificios y se hace aspersión de la sangre sobre el pueblo. Es “la sangre del pacto” (v. 8; compárese con Hebreos 9:18-20). Esta señal de muerte evoca la sanción penal que va unida a la transgresión de la ley.
Este pacto es esencialmente diferente del precedente, porque es un compromiso bilateral. La bendición del pueblo ahora es condicional. Dios dice: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos…” (Éxodo 19:5). E Israel, después de haber oído los mandamientos, responde a una sola voz: “Haremos todas las palabras que Jehová ha dicho” (24:3).
A lo largo de su historia, se le recordará al pueblo este pacto mediante la voz de los profetas. Reyes piadosos, tales que Ezequías y Josías, lo renovarán haciendo que el pueblo se comprometa (2 Crónicas 29:10; 34:31-32). Esdras y Nehemías harán lo mismo, estableciendo un escrito y firmándolo (Nehemías 9:38 y capítulo siguiente). ¡Pena perdida! Nueve siglos de prueba de este pueblo pondrá en evidencia la total incapacidad del hombre para guardar la ley divina. También manifestarán, para nuestra consolación, la inmensa paciencia de Dios.
Finalmente, esta paciencia llega a su término, y Dios rechaza a su pueblo. Pero en la misma época en que esto tiene lugar, cuando Jerusalén es destruida y lo que queda del pueblo es llevado cautivo a Babilonia, Dios anuncia por boca de Jeremías que Él establecerá un nuevo pacto con Israel, de un carácter totalmente diferente del primero.
El nuevo pacto
“He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos” (Jeremías 31:31-34). Este capital pasaje, citado en su totalidad en Hebreos 8 y comentado en el siguiente capítulo, pone el acento en el hecho de que el nuevo pacto es establecido sobre una base diferente del antiguo.
Primero, es un pacto con un solo contratante, como el que Dios hizo con Abraham. Pero va más lejos.
Está fundamentado en la misma obra de Dios en los corazones: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (v. 33). Bajo el primer pacto, así como en la familia de Abraham, la relación con Dios podía ser sólo exterior. El pueblo de Israel ha podido contar —al menos en ciertas épocas— una multitud de personas de las cuales el corazón estaba alejado de Dios, mientras que sólo unos pocos tenían fe y le temían. En los gloriosos tiempos que anuncia el profeta, no será así: “No enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande” (v. 34). En ese día, “la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9).
Además, el nuevo pacto está fundado, como lo indica Hebreos 9:14 -17, en la muerte de Cristo en la cruz; su sangre es la “sangre del nuevo pacto”1 (Marcos 14:24). Sobre esta base, Dios podrá otorgar a los suyos pleno perdón: “Perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jeremías 31:34).
Las bendiciones que traerá este pacto son moralmente muy próximas al Evangelio de la gracia tal como lo conocemos, pero el nuevo pacto en sí será hecho con Israel, como lo precisan los pasajes de Jeremías 31:31 y de Hebreos 8:8 “Haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá”, “estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto”. Con la Iglesia jamás es cuestión de pacto. Los que hoy creen en Jesús son tomados o bien de entre los judíos o de entre los gentiles para constituir la Iglesia. Individualmente se benefician de las bendiciones espirituales del nuevo pacto, pero de ninguna manera de las bendiciones terrenales que éste traerá.
Estas bendiciones son enteramente futuras. Aunque la sangre del nuevo pacto haya sido derramada, la relación actual de Israel con Dios es la de un pueblo puesto de lado por algún tiempo. Este pueblo es todavía “Lo-ammi” (compárese Oseas 1:9 con 2:23). “El entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado. Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará” (2 Corintios 3:14-16).2
El profeta Ezequiel, casi contemporáneo de Jeremías, también habla del nuevo pacto: “Haré con ellos pacto de paz, pacto perpetuo será con ellos” (37:26). En esta parte de su libro, anuncia el regreso de Israel a su tierra (34:13), su restablecimiento como pueblo de Dios (34:30), la obra de Dios en sus corazones, quitando “el corazón de piedra” y dando “un corazón de carne” (36:26); anuncia el reinado del Mesías (34:23; 37:24) y el santuario de Dios de nuevo en medio de Israel, y eso para siempre (37:26). Estos pasajes muestran claramente que el nuevo pacto será realmente efectivo sólo en un día futuro, incluso si la “sangre del nuevo pacto” ya fue derramada.
Recordemos que las bendiciones de la Iglesia, o de los que la componen, superan a las del nuevo pacto. La unión de los creyentes con Cristo por medio del Espíritu Santo, tal como está descrita especialmente en la epístola a los Efesios, es un privilegio exclusivo de los creyentes. Además, los creyentes de la época actual son extranjeros en la tierra, siguen a un Salvador rechazado y despreciado por el mundo. El remanente de Israel que heredará el reino milenario, como los gentiles que participarán en él, de ninguna manera serán extranjeros. En una tierra purificada por los juicios, serán los súbditos de un Cristo glorificado de quien la autoridad será reconocida por todos.
Los tres pactos y sus relaciones
Los tres pactos que acabamos de considerar corresponden a tres dispensaciones de Dios para con Israel o sus ascendientes directos: la de los patriarcas, la de la ley y la del Milenio. A pesar de las grandes diferencias entre esos pactos y estas dispensaciones, discernimos en la sucesión de los pactos el desarrollo de los maravillosos designios de Dios. Vistos en conjunto, nos presentan la exclusión y la bendición, que sumerge sus raíces en las promesas hechas a Abraham, que se manifiesta en el curso de la historia pasada de Israel, a pesar de sus infidelidades, y que prospera plenamente en el Milenio. En varios pasajes de la Escritura, el pacto de Dios con Abraham se presenta como el origen de todas las bendiciones de Israel, ya se trate de la liberación de Egipto y de su introducción en el país prometido o de su futura restauración.
Así es como leemos al principio del Éxodo: “Oyó Dios el gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel, y los reconoció Dios” (2:24-25). “Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto” (6:5).
Ya en Levítico 26, después de la descripción del fracaso de Israel sobre el terreno de la responsabilidad, se anuncia la restauración final del pueblo. Y Dios enlaza ésta a las promesas hechas a los patriarcas: “Entonces yo me acordaré de mi pacto con Jacob, y asimismo de mi pacto con Isaac, y también de mi pacto con Abraham me acordaré, y haré memoria de la tierra” (v. 42). De la misma manera, leemos en un profeta: “Cumplirás la verdad a Jacob, y a Abraham la misericordia, que juraste a nuestros padres desde tiempos antiguos” (Miqueas 7:20). Véase también Lucas 1:72.
Pero esta restauración final del pueblo, es decir las bendiciones del nuevo pacto, también se vinculan con el antiguo pacto. No, seguramente, con la responsabilidad del hombre bajo la ley, sino con la manifestación de la bondad de Dios para con los que él había rescatado y de los cuales ha querido hacer su pueblo. “Aun con todo esto, estando ellos en tierra de sus enemigos, yo no los desecharé, ni los abominaré para consumirlos, invalidando mi pacto con ellos; porque yo Jehová soy su Dios. Antes me acordaré de ellos por el pacto antiguo, cuando los saqué de la tierra de Egipto a los ojos de las naciones, para ser su Dios” (Levítico 26:44-45). “Antes yo tendré memoria de mi pacto que concerté contigo en los días de tu juventud, y estableceré contigo un pacto sempiterno” (Ezequiel 16:60).
Del lado del pueblo, es el fracaso: “Traspasaron las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto sempiterno” (Isaías 24:5); pero del lado de Dios, es el triunfo de la gracia: “Porque los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti” (54:10).
El pacto con David
Sin embargo, la bendición final de Israel es inseparable de lo que Dios llama: mi pacto con David.
Históricamente, este pacto se nos presenta en 2 Samuel 7 (o también en 1 Crónicas 17). El rey lo recuerda en sus “palabras postreras”: “Él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado, aunque todavía no haga él florecer” (2 Samuel 23:5). Es un pacto de carácter incondicional, como aquel que Dios hizo con Abraham: “Hice pacto con mi escogido; juré a David mi siervo, diciendo: Para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas las generaciones… Yo también le pondré por primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra. Para siempre le conservaré mi misericordia, y mi pacto será firme con él… Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis juicios… entonces castigaré con vara su rebelión… No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios” (Salmo 89:3-4, 27-34).
Los descendientes de David que se han sucedido sobre el trono han contribuido, salvo raras excepciones, al fracaso de Israel; no han traído la bendición prometida, ¡muy por lo contrario! Pero no será lo mismo con la “vara” que saldrá “del tronco de Isaí”, cuando Jehová “juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra” (Isaías 11:1-12; léase todo este pasaje). Por medio del Mesías llegará la bendición a Israel: “Haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David” (Isaías 55:3). Más de una vez, los profetas recuerdan este pacto con David, inseparable del nuevo pacto: “En aquellos días y en aquel tiempo haré brotar a David un Renuevo de justicia, y hará juicio y justicia en la tierra” (Jeremías 33:15 —véase también v. 16-26). “Y levantaré sobre ellas a un pastor, y él las apacentará; a mi siervo David, él las apacentará, y él les será por pastor. Yo Jehová les seré por Dios, y mi siervo David príncipe en medio de ellos… Y estableceré con ellos pacto de paz” (Ezequiel 34:23-25; véase también 37:24-27).
- 1Nada tiene de sorprendente el hecho de que el Señor emplee una expresión concerniente a Israel. En los versículos precedentes, celebra la Pascua con sus discípulos, y en el versículo siguiente, habla del reino de Dios. Las enseñanzas del Señor en los evangelios, sobre todo en los tres primeros, tienen lugar esencialmente en un ambiente judío.
- 2En el versículo 6 del mismo capítulo, el apóstol Pablo se intitula ministro de un nuevo pacto. En el versículo 14 habla de la lectura del antiguo pacto. Es interesante notar que en el original griego, como lo señala una nota en Hebreos 9:16, pacto y testamento son la misma palabra. Así, este pasaje de 2 Corintios 3, como el de Hebreos 9, pueden haber sido el motivo que dio origen a los nombres Antiguo y Nuevo Testamento. ¡Lo que ciertamente no quiere decir que tengamos que identificar estas dos partes de la Biblia con el antiguo y el nuevo pacto!