A los padres de mis nietos /7

1 Samuel 1

Ana

La historia de Ana y Elcana es encantadora. La fe de esta joven madre es particularmente alentadora para los padres. Apenada por las molestias irritantes de su enemiga que le reprochaba su esterilidad, Ana no comía más, lloraba y se hundía en la desesperación. ¿Qué hacer? “Oró a Jehová” (v. 10). ¿No es lo único que pueden hacer los padres cristianos, y de lo que muchas veces se vuelven negligentes? Los hijos nos disgustan, los amigos nos molestan con sus críticas, nuestra familia nos da consejos con las mejores intenciones pero que denotan una incomprensión total, entonces dejamos aflorar la ira. Hagamos como Ana, hablemos de esto al Señor. Ella fue puesta a prueba, encontrando oposición y crítica de parte de Elí de quien esperaba ayuda y simpatía. Pero este día de oración produjo una profunda impresión en ella y en el anciano sacerdote; Elí pudo entonces darle esta bendición: “Vé en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho” (v. 17). ¡Qué consuelo para ese corazón herido! Algunos años más tarde, llena de agradecimiento después del nacimiento de Samuel, Ana utilizó casi los mismos términos.

Señalemos lo que sucedió luego: Ella “no estuvo más triste”, su actitud no reflejaba ninguna tristeza más: tal es el efecto producido por la oración. Cuando descargamos nuestras penas y preocupaciones en el Señor, él las carga sobre sí mismo, y nuestras contrariedades dan lugar a una paz que sobrepasa todo conocimiento. “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7). Esta paz incomparable llenó el alma de Ana y la transformó. Pensamos también en el Señor, de quien se dice: “Entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra” (Lucas 9:29). Por cierto, en este último pasaje, el pensamiento es totalmente diferente, y las circunstancias presentan un carácter muy particular, sin embargo, en cierto sentido, se produce también en nosotros: si oramos con fervor, nuestro estado de ánimo cambia.

Algunos años más tarde, cuando el niño Samuel fue destetado, su madre lo llevó al anciano Elí, aquel que había tenido palabras de aliento, y le dijo: “Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí” (1 Samuel 1:27). Muchos padres y madres pueden decir lo mismo: «Por este niño oré». Muchas veces estamos de rodillas por nuestros niños. Que no se desalienten los padres; el Señor escucha todas sus oraciones, oren con perseverancia, pues él dice: “Vé en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho”.

Podemos sacar otra enseñanza de este capítulo. Ana abandonó todos sus derechos sobre su hijo, lo prestó a Jehová para “todos los días de su vida” (v. 11). Que Dios nos ayude, a nosotros que somos padres, a considerar a nuestros hijos como el depósito más sagrado confiado por él. Algunos de entre nosotros somos vigilantes de los bienes del Señor, pero, ¡qué responsabilidad aún más pesada les es confiada a aquellos que se ocupan de esas almas preciosas, inmortales, a fin de criarlas y prepararlas para el Señor y su servicio! Esos hijos que Dios nos ha dado deben serle devueltos para “todos los días de sus vidas”. Si nos damos cuenta a quién pertenecen, no sólo comprenderemos mejor nuestra responsabilidad, sino también conoceremos mejor a Aquel que siempre está dispuesto a darnos con una gracia infinita, la paciencia y la sabiduría necesarias para llevar a cabo esa educación. Notemos todavía que Ana y su marido mataron un becerro, y “trajeron el niño a Elí” (v. 25). No podremos dar nuestros hijos a Dios sino a través de la muerte, reconociendo que son pecadores perdidos, pero que Otro murió por ellos.

Acordémonos también que el Señor acepta nuestro préstamo y que, desde ese momento, nuestros hijos le pertenecen enteramente. Ana no fue a buscar a su hijo algunos meses después para traerlo a casa, ni siquiera por poco tiempo; el asunto que había tratado con Dios era definitivo, y Él lo había aceptado. Somos muy propensos a creer que los hijos prestados a Dios son siempre nuestra posesión y, abandonándolos quizás al mundo, los criamos para su propio provecho o para el nuestro, y no para Aquel a quien pertenecen.