El ABC del cristiano /22

La Iglesia del Dios viviente

No se trata de «nuestra» iglesia

¿Habrá necesidad de abordar este tema? ¿No hay ya suficientes buenos libros sobre este tema? Ciertamente. Tal vez estén en su biblioteca, pero qué pocos son los que se toman la molestia de buscar y estudiar estos escritos.

“Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25). Y nosotros ¿sólo vamos a ocuparnos egoístamente de nuestra propia salvación? ¡Que nuestro corazón se ensanche para abarcar a todo el pueblo de Dios! Lo que es querido para nuestro Señor ha de ser igualmente apreciado por nosotros. Además, cada uno de nosotros tiene una parte de responsabilidad en cuanto al testimonio local, así como en cuanto a toda la Iglesia de Dios en la tierra.

En el curso de nuestras reflexiones, será útil comparar los pensamientos de Dios sobre este asunto con los de los hombres de la cristiandad actual.

 

Subrayemos esto en primer lugar. No estamos describiendo aquí los estatutos de alguna comunidad cristiana, la cual, con un hermoso nombre bíblico quiere colocarse al lado o aún por encima de otras comunidades cristianas. Sin embargo, en este artículo utilizaremos siempre la palabra “iglesia” en el sentido que Dios le da. Él tiene constantemente a su pueblo entero ante sus ojos.

 

¿Desde cuándo existe la Iglesia de Dios?

En su amor para con los hombres, Dios siempre deseaba habitar entre ellos. Pero ¿cómo podía él, el Santo, morar en medio de pecadores?

Santificó para sí al pueblo de Israel de entre todas las naciones de la tierra, y les dijo: “Pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Levítico 26:11-12). No obstante, había una condición para esto: Era preciso que Israel anduviere en Sus decretos, que guardare sus mandamientos y que los pusiere por obra (Levítico 26:3). Sin embargo, ¿qué sucedió? El profeta Isaías tuvo que lamentarse: “Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios” (Isaías 59:2). El pueblo llegó hasta a crucificar a su Mesías. Finalmente, rechazó también el testimonio del Espíritu Santo al Señor resucitado y, con eso, la oferta de la gracia de Dios. Ello terminó con la ruptura de las relaciones de Dios con su pueblo.

Pero ¡qué maravillosa es la gracia de Dios! ¡En el momento que las tinieblas morales más espesas cubrían el mundo, cuando el Hijo de Dios era rechazado, la luz del amor de Dios empezó a brillar con sus rayos más gloriosos! Cuando Jesucristo hubo ofrecido el único sacrificio perfecto por los pecados (Hebreos 10:10, 12), Dios realizó otro consejo de su voluntad. Empezó a congregar para sí, de entre todas las naciones de la tierra, un pueblo de hombres, salvados y nacidos de nuevo por la fe en Jesucristo. ¡Su meta era llevarlos a su santuario celestial y morar con ellos eternamente!

Tal era “el misterio escondido desde los siglos en Dios” (Efesios 3:9; Romanos 16:25-26). Nada de todo esto había sido revelado en el Antiguo Testamento. Sin embargo, si se conocen las revelaciones del Nuevo Testamento, se pueden encontrar en los libros del Antiguo Testamento alusiones e imágenes a este misterio.

El Señor Jesús revela el misterio de la Iglesia

En Mateo 16:18 se menciona “la Iglesia” por primera vez. Su formación era inminente, y el Señor dijo a Pedro: “Sobre esta roca edificaré mi iglesia”.

Dicho sea de paso, Pedro (del griego «petros» = piedra) no puede en ningún caso ser la roca (del griego «petra») sobre la cual el Señor quería edificar su Iglesia (o su Asamblea). Cristo mismo es esta roca, esta «petra» (Romanos 9:33; 1 Corintios 10:4). Él es la preciosa piedra del ángulo de la cual Pedro mismo habla diciendo: “Acercándoos a él, piedra viva... vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual” (1 Pedro 2:4-7).

El nacimiento de la Iglesia

En el día de Pentecostés llegó el acontecimiento tan importante para el corazón de Dios, para el Señor y todos los suyos: el principio de la Iglesia (Hechos 2). Los creyentes estaban todos unánimes juntos en el mis-mo lugar, y fueron todos bautizados en un cuerpo por el Espíritu Santo (1 Corintios 12:13) bajando “de repente” del cielo. Ellos, quienes hasta entonces se habían apegado cada uno individualmente al Señor, ¡formaban en adelante todos juntos el cuerpo indisoluble de Cristo!

 

¿Quién pertenece a la Iglesia de Dios?

La expresión griega «ekklesia», traducida por “iglesia”, significa «llamado fuera de». Se trata pues de una corporación de personas a quienes Dios ha llamado por el evangelio de su gracia a salir fuera del mundo hacia él. Obedecieron a esta buena nueva y, mediante una fe viva, aceptaron al Salvador y Redentor que anuncia. Son ahora “santificados”, “llamados a ser santos” (1 Corintios 1:2) en Cristo Jesús. “Dios visitó... a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre” (Hechos 15:14). Por eso la Iglesia de Dios, y cada individuo que le pertenece, tiene que realizar esta separación del mundo en su marcha práctica.

El Señor añade a la Iglesia

En las asociaciones del mundo, los hombres deciden si aceptan a otras personas, y, si es así, a cuáles. Pero en lo que se refiere a la “Iglesia de Dios”, a este organismo vivo, el Señor exclusivamente es quien añade a los individuos (Hechos 2:47). La iglesia misma, como lo veremos más adelante, tiene la sola responsabilidad de examinar si una persona que desea entrar en comunión práctica con ella ha sido realmente añadida por el Señor, y si corresponde al carácter de una persona «llamada fuera» del mundo.

Hoy en día sigue siendo lo mismo: cada persona que el Señor agrega es “sellada con el Espíritu Santo” (Efesios 1:13). Por eso, tiene parte en el «bautismo del Espíritu Santo» que tuvo lugar en el día de Pentecostés; y constituye, con todos los creyentes, el cuerpo de Cristo en la tierra.

Los creyentes son añadidos al Señor

También es importante subrayar que los redimidos son añadidos al Señor mediante la acción del Espíritu de Dios, y no a un grupo cualquiera de creyentes (Hechos 5:14; 11:24). Es evidente que cada uno tiene que ser dependiente de él, y estarle sometido.

Sacado del pueblo judío y de las naciones

Solamente al apóstol Pablo le fue revelada la doctrina del misterio de Dios relativa a la Iglesia, aunque ella había empezado su existencia ya desde el día de Pentecostés. El centro de este misterio es “que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio” (Efesios 3:1-12).

Nos hemos acostumbrado a esta verdad. No obstante, esto no aminora de ninguna manera la fuerza y el sentido de esta realidad. Durante muchos siglos, Israel había sido el único pueblo de la tierra con el cual Dios había hecho alianza. Dios estaba en relación con él, y lo llamaba “su pueblo”. Solamente entre los que habían sido circuncidados hizo su habitación. La Palabra de Dios les fue confiada. Únicamente entre Dios y ellos fueron establecidas las alianzas de la promesa (Romanos 3:2).

Sin embargo, las naciones estaban “alejadas de la ciudadanía de Israel”. Estaban “ajenas a los pactos de la promesa”. Estaban “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:12).

Ahora, en Cristo, “la pared intermedia de separación” que hasta entonces rodeaba a Israel ha sido derribada. Cristo reconcilió con Dios a ambos —Israel y las naciones— en un solo cuerpo. Los creyentes de estos dos grupos tienen ahora, “por medio de él... entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:11-22). En adelante, ya “no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos” (Colosenses 3:11).

Las llaves del reino de los cielos

El Señor dijo a Pedro: “A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mateo 16:19).

¿Cuándo utilizó Pedro estas llaves? La primera vez fue en Pentecostés, y en los días siguientes. Pedro abrió la entrada al reino de los cielos al pueblo de Israel mediante la predicación del arrepentimiento y del Evangelio de Cristo resucitado. Pero este “reino de los cielos” terrestre todavía no se ha manifestado, ya que Israel rechazó a su Mesías (Hechos 2 y siguientes). Aquellos creyentes fueron entonces añadidos a la Iglesia de Dios, cuyo llamamiento es celestial.

Pedro debía utilizar estas llaves también para las naciones (Hechos 10). No lo hizo espontáneamente ya que no estaba enteramente librado de los prejuicios judaicos y aún no había entendido los grandes cambios en los caminos de gracia de Dios. El Señor tuvo que explicárselo primeramente mediante una visión. Mientras Pedro anunciaba el Evangelio al romano Cornelio y a todos los que estaban en su casa, el Espíritu cayó públicamente sobre todos los que escuchaban la Palabra. Así fue cómo los creyentes de las naciones también fueron añadidos a la Iglesia de Dios de manera oficial.

Una particularidad de la Iglesia de Dios

En el mundo, cuando unas personas se encuentran en un lugar con un objeto preciso, forman un agrupamiento durante el tiempo en que están juntas, aunque sea por poco tiempo. Cuando se separan, el agrupamiento cesa de existir.

Ocurre de distinto modo en la Iglesia de Dios. Este organismo subsiste de manera ininterrumpida desde el día en que fue creado, o sea desde el tiempo de los apóstoles hasta el momento en el cual será introducido en el cielo. Los creyentes en la tierra pueden estar separados por miles de kilómetros, y no tener la oportunidad de hallarse juntos; no por eso dejan de formar “la Iglesia de Dios”, unidos por lazos íntimos e indestructibles.

 

Unas preguntas

La cristiandad de hoy en día ¿es «la Iglesia de Dios»?

La respuesta es ¡indudablemente no! Cada uno de nosotros sabe en efecto que sólo una pequeña parte de los que hoy en día dicen que son cristianos han sido verdaderamente añadidos a “la Iglesia de Dios” por el Señor. Solamente “los santificados en Cristo Jesús” forman parte de ella (1 Corintios 1:2). Cristo “vino a ser autor de eterna salvación” únicamente “para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:9). Dios ha dado el Espíritu Santo únicamente “a los que le obedecen” (Hechos 5:32). Pero “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).

¿Cuáles son las consecuencias de la mezcla entre creyentes y no creyentes en la cristiandad?

La alianza entre los que son «llamados fuera» del mundo y los que, según la apreciación de Dios, pertenecen todavía al mundo tiene por consecuencia que los primeros pierden el carácter de su llamamiento celestial y se hacen mundanos. A causa de esta mezcla, hay confusión en la cristiandad entre justicia e injusticia, luz y tinieblas, lo que es puro y lo que es impuro, la verdad y la mentira, el templo de Dios y los ídolos. ¡Cuántos desastres resultaron de esto!

Hoy en día ¿ya no es posible hacer una realidad práctica de la Iglesia de Dios?

A todos los que pertenecen a su Iglesia, Dios dirige un serio llamamiento: “Salid de en medio de ellos (de en medio de los incrédulos y de los que profesan ser cristianos y que no tienen vida eterna), y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Corintios 6:14-18). Es el primer paso en el camino de la realización práctica de la Iglesia de Dios. (Hallaremos más enseñanzas respecto de esto en las Escrituras).

¿De dónde vino la dispersión actual de la cristiandad en tantas iglesias, comunidades y sectas?

Este movimiento de dispersión se propagó particularmente en los siglos XIX y XX. Por una parte, lo que el apóstol Pablo había anunciado se repite: “De vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos” (Hechos 20:30).

Por otra parte, en tiempos de espesas tinieblas espirituales, creyentes serios conducidos por hombres fieles a quienes Dios había utilizado para su bendición, se juntaron en iglesias y comunidades independientes. Recordemos sencillamente lo que pasó durante la Reforma o el despertar del siglo XIX. Estos creyentes no pensaban en realizar la verdad divina de “la Iglesia de Dios” tal como nos es presentada en el Nuevo Testamento de una manera tan clara y sencilla. La comprensión de estas cosas había de hecho desaparecido por completo de la cristiandad.

¿Cómo pues llegó la cristiandad al nefasto estado actual?

Tal vez podemos resumir la historia de la Iglesia durante estos 20 siglos pasados por las frases siguientes:

Los creyentes dejaron su “primer amor” por el Señor (Apocalipsis 2:4). No guardaron la palabra del Señor, al contrario de la iglesia que estaba en Filadelfia (Apocalipsis 3:8). Soportaron a los malos, y toleraron el mal en vez de purificarse de ellos, tal como tuvo lugar al principio (Hechos 5:1-11). Hicieron poco caso de los principios divinos e instauraron en su lugar numerosos reglamentos y mandamientos de hombres, así como falsas doctrinas.


Nota del Editor: Los lectores que quisieran profundizar con más detalle estas importantes verdades pueden llevar a cabo un curso bíblico gratis sobre la Iglesia o Asamblea, escribiendo a Creced (al correo electrónico revista@creced.ch, o por medio del formulario de contacto) para recibir la primera lección. También es posible hacer el curso online.