3. La caída del hombre en el pecado
La realidad de la caída
En el Nuevo Testamento, las enseñanzas del Señor Jesús y del apóstol Pablo acerca de las relaciones y funciones del hombre y la mujer se basan en el relato de la creación de Génesis 1 y 2. Pero ambos también aluden a la caída del hombre descrita en Génesis 3.
Es notable ver cómo Pablo relaciona la historia de la creación con la caída en 1 Timoteo 2 y las conclusiones que de ello saca sobre la conducta del hombre y la mujer. Presenta dos razones para justificar el hecho de que la mujer debe aprender en silencio, con entera sumisión, y no ejercer dominio sobre el varón. El primer argumento se basa en el orden de la creación: “Adán fue formado primero, después Eva”. El segundo es en el orden de la caída: “Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión” (1 Timoteo 2:13-14). Sin embargo, aquí no termina todo, pues el apóstol concluye con el consuelo de la gracia de Dios: “Pero se salvará engendrando hijos” (v. 15).
La caída y la maldición no tienen la última palabra, ya que en el capítulo 3 de Génesis, Dios, en su gracia, busca al hombre caído y le ofrece la esperanza de la salvación.
Génesis 3 explica cómo el pecado —contrariamente al plan inicial de Dios— trastornó completamente el perfecto estado de cosas que prevalecía en el huerto del Edén. El pecado repercute profundamente en las relaciones entre Dios y el hombre, entre los hombres mismos, y también entre el hombre y la creación que había sido confiada a sus cuidados.
La serpiente antigua
La caída del hombre de la posición de inocencia en que Dios le había establecido, tuvo su origen en la tentación efectuada por la serpiente, la cual “era astuta, más que todos los animales del campo” (Génesis 3:1). Esta última sirvió de portavoz a Satanás, el “adversario” de Dios y de los creyentes. Por esta razón, Satanás es llamado “la serpiente antigua” en Apocalipsis 12:9. También es “el tentador” y “el diablo”, “el acusador” de los hermanos. Juan lo llama “el maligno”. Anda a menudo como “león rugiente”, pero puede presentarse como “ángel de luz” (2 Corintios 11:14; 1 Tesalonicenses 3:5; 1 Pedro 5:8; 1 Juan 5:18-19; Apocalipsis 12:10).
Cristo mismo lo designa como “homicida desde el principio” y “mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44). Bajo este último carácter, Satanás hizo dudar a Eva de la verdad y del amor de Dios. Le hizo creer que Dios pretendía ocultar algo al hombre y que Sus palabras no eran dignas de confianza. De este modo, el honor de Dios fue manchado delante de sus criaturas, y sólo fue restituido cuando Cristo —el Hombre obediente— cumplió de manera perfecta la voluntad de su Padre, honrando y glorificando a Dios en la tierra (Juan 13:31; 17:4).
Eva cayó primero, y después Adán comió del fruto prohibido. Pablo se refiere a ello en 1 Timoteo 2:14 y en 2 Corintios 11:3. Así como la serpiente con su astucia engañó a Eva —la cual no consultó con Adán ni se mostró fiel a él—, así también los corintios se habían desviado de la sincera fidelidad a Cristo. Aquí vemos de nuevo que la relación entre el hombre y la mujer se aplica a la relación entre Cristo y la Iglesia. En Apocalipsis 2:4 y 5 encontramos algo similar: La Iglesia infiel es acusada de haber dejado su primer amor y de haber caído de su elevada posición.
La naturaleza del pecado
La tentación afectó al hombre en su totalidad y le ofreció la satisfacción de sus deseos en todos los aspectos de su vida: física —“el árbol era bueno para comer”— estética —“era agradable a los ojos”— y espiritual —“codiciable para alcanzar la sabiduría”— (Génesis 3:6). Desgraciadamente, el hombre se dejó llevar por la astucia de Satanás, quien, por su orgullo y deseo de ser semejante a Dios, se convirtió en una criatura caída (véase Isaías 14:13-14; Ezequiel 28:17; 1 Timoteo 3:6).
Lo que Satanás había sugerido a la mujer no eran más que medias verdades. Es cierto que los ojos del hombre fueron abiertos, pero sólo para descubrir que era un pecador culpable, incapaz de permanecer delante de Dios. Obtuvo conocimiento del bien y del mal, pero no de la misma manera que Dios. Al contrario, mientras que Dios es “muy limpio… de ojos para ver el mal” (Habacuc 1:13) y se mantiene plenamente apartado de él, el hombre se convirtió en un esclavo del pecado. La ganancia que obtuvo del conocimiento del bien y del mal no fue más que una conciencia acusadora.
Así, pues, Satanás logró sembrar la codicia y el orgullo en el corazón humano. Estos dos principios perversos han caracterizado la historia del mundo desde que Satanás vino a ser príncipe de este maligno sistema (véase Daniel 10; Juan 14:30; Efesios 6:12; 1 Juan 2:16; 5:19). Juan describe así todo lo que hay en el mundo: “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida”. La codicia —o concupiscencia, es decir, la tendencia natural hacia lo malo— es raíz de todos los males, tal como lo revela el último mandamiento (Éxodo 20:17; Romanos 7:7). Ella sólo da a luz el pecado, el cual conduce a la muerte (Santiago 1:15).
La liberación del pecado
El hombre caído quedó, pues, sujeto al poder de la muerte y del pecado. Este último está tan arraigado en la naturaleza humana que la liberación sólo es posible si el hombre es arrancado de sus viejas raíces e injertado en un nuevo tronco. La epístola a los Romanos nos muestra que esto es posible merced al hecho de que los cristianos han sido unidos a Cristo en su muerte y en su resurrección (Romanos 6:2-5).
El Hijo de Dios vino “para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8). Cuando éste procuró tentar a Cristo, no lo pudo hacer caer (Mateo 4:1-11; Marcos 1:12-13; Lucas 4:1-13). Cristo respondió a todos los ataques del Enemigo por la Palabra de Dios, de modo que el diablo se vio obligado a alejarse de Él. Esto nos enseña que siempre debemos estar dispuestos a tomar la espada del Espíritu —la Palabra de Dios escrita—, la cual nos da poder para vencer y para vivir por el Espíritu.
El primer hombre pecó en el paraíso a pesar de que vivió en las circunstancias más favorables. El segundo Hombre —Cristo— se mantuvo firme al ser tentado en el desierto, bajo las circunstancias más desfavorables. Al final destruyó “al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”, cuando Él mismo fue a la muerte y derrotó al adversario en su propia fortaleza (Hebreos 2:14-15).
El Hijo de Dios libera realmente a los hombres del poder de Satanás, del pecado y de la muerte (Juan 8:36). En su segunda venida, Cristo destronará públicamente a Satanás y liberará a la creación del yugo de corrupción al que fue sujeta a causa de la caída del primer hombre (Romanos 8:19-22; Apocalipsis 20:1-3).