En el principio /10

Génesis 1 – Génesis 11

10. La torre de Babel

Babel, origen de la idolatría y la astrología

La descripción de Nimrod («rebelde») en Génesis 10, el primer déspota de la era postdiluviana, nos conduce a la construcción de la ciudad y la torre de Babel. La rebelión del hombre en la torre ofreció a Dios una nueva ocasión de intervenir directamente en la historia de la humanidad. Allí fue donde Dios desbarató las tentativas de poder y unidad que el hombre perseguía, mediante un juicio que provocó la confusión de lenguas y la subsiguiente dispersión de los hombres sobre la faz de toda la tierra.

Después del diluvio, los hombres se desplazaron hacia el oriente, así como Caín se había alejado de la presencia de Jehová y habitó al oriente de Edén (Génesis 4:16; 11:2). Hallaron una llanura en la tierra de Sinar («Babilonia»), la cual consideraron conveniente para establecerse. Pero según el claro testimonio de las Escrituras, esta tierra pronto se convirtió en el origen de la idolatría y la astrología (Josué 24:2; Daniel 1:2; Zacarías 5:11). Su equivalente de los últimos días será Babilonia la grande, la cual estará llena de idolatría (Apocalipsis 17 y 18).

Una vez establecidos en la tierra de Sinar, los hombres decidieron construir una ciudad y una torre cuya cúspide llegara al cielo (Génesis 11:4). Iba a servir como símbolo de la unidad de la raza humana —hasta entonces indivisa— y centro de su poder. Es probable que la torre se corresponda con el «zigurat» de Babilonia, una enorme torre escalonada de estructura piramidal, coronada por un templo dedicado a la astrología. El ascenso a la torre era un acercamiento meritorio hacia los dioses, y su cima era considerada la entrada al cielo.

Nimrod, vigoroso cazador delante de Jehová

Nimrod fue uno de los fundadores de la civilización babilónica. Participó activamente en la construcción o reconstrucción de Babel y de otras ciudades de la tierra de Sinar (Génesis 10:10). Más tarde construyó también Nínive, la gran ciudad (Génesis 10:11-12; Jonás 1:2; 3:2; 4:11). Nimrod siguió así el ejemplo de Caín, el primer constructor de ciudades. Sin embargo, la capital de su reino no era la ciudad del Dios vivo, sino la del hombre pecador que quería ser como Dios. La construcción de Babel era la expresión del orgullo y la presunción del hombre.

Nimrod es descrito como “el primer poderoso en la tierra” y como un “vigoroso cazador delante de Jehová” (Génesis 10:8-9). Fue un gran tirano y gobernante de los hombres. Por lo visto, abusó del principio del gobierno humano que Dios había establecido después del diluvio para reprimir a los pueblos y las naciones. No obstante, los hombres que Dios escogió para llevar a cabo sus planes no eran cazadores, sino pastores tales como Abel, Abraham, Moisés, David y Cristo mismo, el buen Pastor de sus ovejas.

Aunque Babel parecía ser un hito importante en el desarrollo de la humanidad, más bien constituyó un punto declinante de su historia; pues demostraba lo bajo que el hombre había caído y lo mucho que se había alejado de Dios. Babel es el símbolo del orgullo humano, el lugar donde se dijo: “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre” (Génesis 11:4). Muchos siglos después, el rey Nabucodonosor exclamó: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?” (Daniel 4:30). Pero la altivez del hombre tiene límites, ya que el Altísimo es capaz de humillar a los orgullosos. Nabucodonosor experimentó esto, al igual que la gente que construyó la torre de Babel.

Lo mismo volverá a suceder al final de los tiempos cuando el futuro dictador mundial se exaltará a sí mismo haciéndose pasar por Dios. En Nimrod —el primer guerrero poderoso de la tierra— podemos ver la figura del último dictador mundial. En el libro del Apocalipsis es descrito, no como un hombre, sino como una bestia, (véase Daniel 4:31-33). Me refiero ahora al futuro dictador del Imperio Romano restablecido, que tenderá lazos de amistad con Babilonia la grande de aquellos días (Apocalipsis 13 y 17).

La confusión de lenguas

La humanidad unida, ignorando al Dios verdadero, sirvió a los ídolos y quiso hacerse un nombre. Aquí vemos cómo el hombre sin Dios se ensalza e intenta alcanzar el cielo. Dios puso fin a esa ambición confundiendo la lengua única y provocando así la dispersión de los hombres sobre la faz de toda la tierra. No es el nombre del hombre orgulloso, sino el nombre de Dios el que debe ser honrado en toda la tierra (Salmo 8:1, 9). Dios contestó al “vamos” del hombre orgulloso mediante Su propia intervención, ya que Él dijo: “Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua”. Babel significa «confusión» (Génesis 11:4, 7-9).

Los hombres no se podían entender más y eran incapaces de trabajar juntos. Dios puso fin en seguida a sus esfuerzos unificadores y a sus ansias de poder. “Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad” (v. 8). Desde entonces, Dios dejó que las naciones siguieran sus propios caminos, aunque la providencia divina prefijó “el orden de los tiempos, y los límites de su habitación” (Hechos 14:16; 17:26). Sin embargo, Dios no cambió su plan con Abraham, a quien llamó a salir de una tierra idólatra, ni tampoco lo hizo con Israel, su pueblo escogido, hasta la venida de Cristo, quien dará otra vez un carácter universal evidente a los designios de Dios para con el hombre.

Dios, en la persona de Cristo, no vino a la tierra para juzgar al hombre, sino para revelar la plenitud de Su gracia (Juan 1:14-18). Hasta entonces, resultó perfectamente claro que el hombre pecaminoso era incapaz de alcanzar el cielo y acercarse a Dios. Ello demuestra el gran contraste entre Babel y Belén. Babel nos habla del orgullo del hombre que quiere alcanzar el cielo, mientras que Belén testifica de la humildad del Señor que descendió del cielo, quien veló su gloria para visitar al hombre en gracia.

Babel y Jerusalén

Vemos un contraste similar entre Babel y la ciudad de Jerusalén en el día de Pentecostés. Ese día, el Espíritu Santo descendió a la tierra e hizo un milagro contrario al de confusión de lenguas. Los apóstoles fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. La gente estaba confusa, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua (Hechos 2:4-12). Desde Babel, los hijos de los hombres fueron esparcidos sobre toda la faz de la tierra, pero, en Jerusalén, Dios mismo creó una nueva unidad, un cuerpo de creyentes de cada tribu, lengua, pueblo, linaje y nación. Todos los verdaderos creyentes son miembros de la sola Iglesia, y Cristo es su Cabeza en el cielo. De esta manera, la nueva unidad que Dios ha formado desde el día de Pentecostés es lo contrario a la dispersión de Babel.

También Pentecostés contrasta con la época de la ley, que Pablo llama “el ministerio de muerte”, y “el ministerio de condenación” (2 Corintios 3:7-9). Cuando Moisés dio la ley —la cual fue violada en seguida por Israel—, “cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres” (Éxodo 32:28). En cambio, en el día de Pentecostés, cuando el Espíritu fue derramado y la gracia de Dios ofrecida a los hombres, tres mil personas fueron salvadas (Hechos 2:41).

Tal como ya lo hemos visto, la Babel del principio de la historia de la humanidad es una figura de la gran Babilonia de los últimos días (Apocalipsis 17 y 18). Este libro de la Biblia describe claramente la diferencia entre Babel, la ciudad del hombre, y la nueva Jerusalén, la ciudad de Dios, la Esposa del Cordero (Apocalipsis 21 y 22). La ciudad de Dios —el asiento del gobierno celestial en el reino venidero— descenderá del cielo, de Dios. Será un don de Dios a la humanidad, el asiento del reinado milenario de Cristo. Dios destruirá para siempre el orgullo del hombre y reemplazará la ciudad del hombre por la Suya, la cual será la luz del mundo. Ésta es la ciudad de la esperanza verdadera.