En el principio /4

Génesis 1 – Génesis 11

4. El juicio y la redención

Las consecuencias del pecado

Como hijos de Dios, vivimos en un mundo donde Satanás, en cierta medida, todavía ejerce libremente sus actividades en medio de una creación que gime a causa de las consecuencias del pecado. La maldición anunciada por Dios en Génesis 3 contra la serpiente, contra el hombre y la mujer y contra la tierra, es todavía actual. El pecado y la enfermedad aún prevalecen. El paraíso pertenece al pasado. Vivimos en un mundo corrompido donde todas las cosas llevan el sello de la imperfección. Sin embargo, la luz de la gracia de Dios brilla en este sombrío capítulo del Génesis que revela importantes temas proféticos.

La promesa de la simiente de la mujer

En Génesis 3:15 vemos la promesa de la simiente que vendría y que habría de herir la cabeza de la serpiente. A veces, este versículo ha sido llamado «la promesa materna», un título no tan feliz por cuanto en realidad se trata del juicio de la serpiente. Dios anuncia aquí el perpetuo conflicto entre la simiente de la serpiente y la de la mujer, entre los hijos del diablo y los hijos de Dios (Juan 8:38-47; 1 Juan 3:8-10). Finalmente, vemos que la simiente de la mujer se refiere a Cristo, quien nació de la virgen María —no de José—. Cristo no es solamente la simiente de la mujer (Gálatas 4:4), sino también la simiente del patriarca Abraham (Gálatas 3:16) y la simiente del rey David (1 Crónicas 17:11-14; Mateo 1:1).

Cristo, con su muerte y resurrección, hirió la cabeza de la serpiente, mientras que ésta le hirió en el calcañar al poner fin a su vida en esta tierra en la cruz. Como hijos de Dios, nosotros también participamos en el triunfo de Cristo, ya que el Dios de paz pronto aplastará a Satanás bajo nuestros pies (Romanos 16:20). Esta expresión figurada del juicio de la serpiente no excluye su aplicación literal. El animal que Satanás utilizó —la serpiente— fue humillado hasta comer el polvo: “Sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida” (Génesis 3:14). Este juicio no será abrogado en el reino venidero: “El polvo será el alimento de la serpiente” (Isaías 65:25).

En cuanto a Satanás, sabemos que será humillado en diferentes etapas. En principio, ya fue juzgado en la cruz cuando hizo que el mundo se rebelara contra Dios y contra su Ungido. Sin embargo, el juicio no será ejecutado hasta que Satanás sea expulsado del cielo. Entonces será echado en el abismo, y finalmente lanzado en el lago de fuego y azufre (Apocalipsis 12:9; 20:2, 3, 10).

El juicio del hombre

Si bien la serpiente fue la que Dios juzgó primero, el que primero tuvo que rendir cuentas fue el hombre. Dios le hizo algunas preguntas para probarlo: “¿Dónde estás tú?… ¿Qué es lo que has hecho?” (Génesis 3:9-13). Como consecuencia de su caída, el hombre permanece separado del Dios santo. Desde entonces, es pecador y comete transgresiones. Adán trató de acusar a su mujer, mientras que Eva echó la culpa a la serpiente. Los tres fueron castigados en el orden contrario: primero la serpiente, luego la mujer y por último el hombre. Este juicio fue, a la vez, justo y equitativo. Se refiere a la vida en la tierra, no teniendo relación con el castigo eterno.

Luego, la gracia y la bondad de Dios atenuaron el juicio. A la mujer se le concedió el gozo de ser madre aun cuando había de dar a luz sus hijos con dolor. Al hombre se le ofreció la satisfacción del trabajo a pesar de que sus labores serían llevadas a cabo con esfuerzo y sudor. Por esta razón podemos hablar de un juicio leve. Por otro lado, es un juicio real y tangible, ya que las bendiciones naturales se hallan rodeadas de “espinos y cardos” (v. 18).

La gracia de Dios hacia el hombre

Dios vino en gracia al hombre. Le dio tiempo para que recapacitara. Luego le buscó en la tranquilidad del huerto, “al aire del día” (Génesis 3:8). No vino “en una nube espesa” como en el monte Sinaí (Éxodo 19:9). Le habló con calma y seriedad para convencerlo de su pecado y culpa, al tiempo que, por su gracia, le hace la promesa del futuro Salvador.

Las palabras siguientes muestran que, al parecer, Adán aceptó con fe la promesa de Dios referente a la simiente de la mujer: “Llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes” (Génesis 3:20). J. N. Darby en su Introducción a la Biblia establece el siguiente criterio: «Antes de ser echado del huerto, Adán —por la fe, según parece— reconoce la vida allí donde había entrado la muerte. Pero hay más aun. Tiene la promesa, en cuanto a la mujer, de la simiente que aplastaría la cabeza de la serpiente. El Cristo, simiente de la mujer por la cual el mal entró en el mundo, debía destruir todo el poder del Enemigo».

En los versículos siguientes descubrimos más pruebas de cómo Dios trató en gracia con el hombre, a pesar de su profunda caída. En primer lugar, Dios mismo vistió al pecador culpable, cubriendo su desnudez. Le quitó sus delantales de hojas de higuera que había hecho para cubrirse —su propia justicia y sus obras—, a fin de vestirlo con vestidos de piel: “Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió” (v. 21). Para ello hubo de sacrificar y derramar la sangre de un animal inocente. ¡Dios mismo fue el primero en proveer un sacrificio! Recordemos también las palabras de Abraham a su hijo Isaac: “Respondió Abraham: Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío. E iban juntos” (Génesis 22:8). Dios puede mostrar su gracia al pecador y cubrirle con las “vestiduras de salvación” (Isaías 61:10), sólo mediante un sacrificio expiatorio.

La expulsión del huerto del Edén

Dios no quería que el hombre viviera en el pecado eternamente. En su estado caído, no se le permitió comer del árbol de la vida, pues ello hubiera significado continuar en ese estado para siempre (Génesis 3:22). Así, fue expulsado del huerto, y el camino del árbol de la vida fue guardado por querubines, “y una espada encendida que se revolvía por todos lados” (v. 24).

Sin embargo, por su muerte expiatoria, Cristo abrió el camino hacia un mejor paraíso, es decir, celestial, para todos aquellos que creen en Él (Lucas 23:43; 2 Corintios 12:4; Apocalipsis 2:7; 22:1-2). El árbol de la vida y el río del agua de la vida en este paraíso de Dios están abiertos para todos aquellos que creen: “El que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17).