Cristo en nosotros, la esperanza de gloria /5

Colosenses 1:19-23

 

 

Versículo 19: “por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”.

En él habita toda la plenitud de la Deidad

El Hijo de Dios se hizo hombre y permanece como hombre eternamente. Es una verdad fundamental en cuanto a la persona del Señor Jesús; y es verdad también respecto de todo ser humano que nace en este mundo, que ha de existir por la eternidad. Si acepta la salvación en Cristo, será como rescatado para siempre en la felicidad cerca de Dios. Si rechaza el ofrecimiento de Dios en redención, también resucitará en el momento de la resurrección de los muertos, pero para el juicio. Entonces, como hombre, será lanzado, en espíritu, alma y cuerpo, al lago de fuego, eternamente lejos de Dios (Apocalipsis 20:15).

Hace unos dos mil años, el Señor Jesús nació en Belén como verdadero hombre. Es verdad que el Hijo de Dios ya había tomado antes una forma humana, por ejemplo en Génesis 18. Tres varones visitaron al patriarca Abraham. Este discernió de inmediato que uno de ellos era el mismo Dios. Se dirigió a él llamándole “Señor”. Así, en los tiempos del Antiguo Testamento, el Señor Jesús revistió una forma humana o angélica. Sin embargo, después de su encuentro con los hombres, de nuevo la abandonó. Pero lo que ocurrió en Belén es único. Ahí, llegó a ser hombre por nacimiento, para permanecer eternamente hombre. Murió en la cruz de Gólgota como hombre. Resucitó como hombre y como tal entró por su divino poder en el cielo y en la casa del Padre. Así permanece eternamente hombre.

En nuestro versículo se dice que agradó al Padre que habitase toda plenitud (de la Deidad) en este maravilloso hombre. En el capítulo 2, versículo 9, leemos: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”. Estos dos pasajes nos muestran que la plenitud de la Trinidad divina ha habitado y habita en Jesucristo hombre. Tal fue el caso durante su vida en la tierra, pero es verdad por la eternidad, porque permanece hombre para siempre. Él es una persona divina, no solo en parte, sino completamente: toda la plenitud de la Deidad habita en él. Él es realmente Dios y se encuentra al mismo nivel que el Padre y que el Espíritu Santo. Posee el mismo honor.

Hay una diferencia entre “deidad” y “divinidad”. Cuando se trata de la persona del Señor Jesús, conviene utilizar la expresión “deidad”. Pero cuando se trata de la creación, la Escritura dice que su “divinidad” es entendida por medio de las cosas hechas (Romanos 1:20, V.M.).

La trinidad divina tuvo a bien habitar en este hombre perfecto y puro, cuando anduvo por esta tierra, cumpliendo su ministerio y haciendo bien a los hombres.

Aún se precisa una cosa maravillosa: “que en él habitase”. La Deidad tenía en él una habitación. Esto significa que todo su ser y todas sus acciones estaban caracterizados por Dios. Lo podemos ver muy bien si seguimos a nuestro Salvador tal y como nos lo describen los evangelios. Ahí se nos muestra cómo recorrió esta tierra como el gran extranjero. Y al mismo tiempo su deidad era siempre discernible.

 

Versículo 20: “… y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz”.

Él reconciliará todas las cosas

¿Qué entendemos por esto? Son las cosas que están en la tierra o en los cielos. No se trata, pues, de personas. La Escritura no nos habla mucho de las cosas que están en los cielos. No obstante, sabemos que fueron manchadas por la caída de Satanás, y por eso están alejadas de Dios. En cuanto a las cosas de la tierra, podemos pensar en el mundo de las plantas y los animales. Este mundo ha sido alejado de Dios por la caída del hombre.

El Señor Jesús reconciliará estas cosas “consigo” (es decir con la plenitud). Tal es otro de los resultados de su muerte en la cruz de Gólgota. Un día pondrá fin al alejamiento de la creación, y la traerá a la armonía con Dios. Ya pagó el precio para eso. En la cruz, dio su vida a fin de que un día todas las cosas que actualmente están alejadas de Dios puedan estar reunidas en él en paz.

En el mundo de las plantas y de los animales, vemos algo de la grandeza del Dios Creador. Pero también vemos los resultados de la caída. Cuando sembramos trigo o cebada en un campo, es un gran gozo ver aparecer poco tiempo después miles de pequeños tallos. Produce agradecimiento y adoración ver la grandeza de la obra creadora de Dios, porque cada grano que crece es un milagro. Si venimos tres semanas más tarde, la mala hierba es más alta que lo que se ha sembrado. Ahí vemos las consecuencias de la caída. Pero sabemos que un día esas consecuencias serán anuladas en virtud de la obra redentora del Señor Jesús, cuando todas las cosas que están en la tierra y en el cielo serán reconciliadas con Dios.

Probablemente no pensamos demasiado en esta consecuencia de su muerte en la cruz. El apóstol Pablo expresa a este respecto sorprendentes palabras en Romanos 8: “Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora” (v. 22), y: “Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios” (v. 19). Esta reconciliación de las cosas tendrá lugar después del arrebatamiento, cuando seamos manifestados con él en gloria. En el reino milenario, esto estará casi cumplido. Habrá una excepción: la serpiente seguirá andando sobre su pecho. El resultado completo de la reconciliación de todas las cosas solo será alcanzado en el estado eterno, cuando hayan sido creados cielos nuevos y tierra nueva (2 Pedro 3:13).

 

Versículos 21-22: “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él…”.

Aquellos que creen son reconciliados

Ahora el apóstol habla de los hombres que han venido a la fe en el Señor Jesús, comenzando por esas palabras: “Y a vosotros también…”. ¿Quiénes éramos nosotros? Nosotros también éramos extraños; más aún, enemigos. Es una diferencia con las cosas de la creación. Ahora se trata de nosotros, los hombres, que éramos extraños y enemigos. No es cuestión de ángeles. Los santos ángeles no tienen necesidad de reconciliación, y los ángeles caídos no pueden ser reconciliados. La Palabra de Dios nos lo muestra muy claramente. Pero para los hombres, hay este ofrecimiento de reconciliación. No obstante, deben reconocer que son por naturaleza extraños y enemigos de Dios. Aquellos que obran activamente contra Dios son enemigos de Dios. Y eso es efectivamente lo que hacíamos en otro tiempo: éramos indiferentes al ofrecimiento de gracia de Dios, y hacíamos todos los esfuerzos para merecer un lugar en el cielo mediante buenas obras. No solo, pues, éramos extraños, sino también “enemigos en nuestra mente, haciendo malas obras”.

No obstante, como creyentes, sabemos que el Señor Jesús nos reconcilió. No somos más enemigos de Dios, sino que hemos sido hechos cercanos a él. ¿Cómo pudo ser esto posible? Cristo nos reconcilió en su cuerpo de carne, por medio de la muerte. La grandeza de su obra y el precio de su vida una vez más están así puestas ante nuestros ojos. Nuestro Salvador pagó con su vida, para poder reconciliar a los hombres con Dios.

“Para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él”. Tal es la posición del cristiano: santo, sin mancha e irreprensible delante de Dios. ¡Qué gracia maravillosa! ¡Qué gran Salvador Aquel que consumó esta obra perfecta de la redención, a fin de que nosotros, que en otro tiempo éramos enemigos de Dios, seamos reconciliados con él!

En cuanto a la reconciliación de las cosas, hay pues una diferencia. Las cosas serán reconciliadas, y los que creen son reconciliados.

 

Versículo 23a: “…si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio…”.

La seguridad mediante la obra de la redención

¿Qué es la esperanza del Evangelio? Es la esperanza, mediante la fe en la obra redentora del Señor Jesús, de ir al cielo. Su muerte expiatoria en la cruz es plenamente suficiente para introducir en el cielo a pecadores y enemigos de Dios que por la fe han confesado sus pecados a Dios. Cuando estemos en el cielo, estaremos ante él en adoración y diremos: Es tu obra sola la que me abrió la entrada al cielo.

¿Qué quiere dar a entender aquí el apóstol cuando dice que podemos movernos de la esperanza del Evangelio? Eso significa: creer que, además de la obra redentora del Señor Jesús, se necesita alguna otra cosa más para entrar en el cielo. Lamentablemente, es lo que ha sucedido en la cristiandad. Se dijo: la fe en el Salvador es buena, pero aún hace falta añadir buenas obras para recibir un lugar en el cielo. Aquel que habla así se ha movido de la esperanza del Evangelio. Nosotros, los creyentes, no debemos prestar oído a tales voces, sino nos introducimos en un camino de muerte, pero en su gracia Dios nos sacará. Tal es la seguridad para todos los que confesaron sus pecados y creyeron en el Señor Jesucristo. Ellos “no perecerán jamás” (Juan 10:28). Pero si prestamos atención a los errores en cuanto a la esperanza del Evangelio, nos introducimos en un camino de alejamiento, y Dios deberá intervenir para sacarnos de ese camino de muerte.

En 1 Pedro 1:4-5, se habla de nuestra herencia, que está reservada en los cielos para nosotros. Después se dice: “vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero”. Aquí tenemos dos cosas:

  • Somos guardados por el poder de Dios. Es una absoluta certidumbre. Si el poder de Dios me guarda, con certeza alcanzaré la meta. He aquí el lado de Dios.
  • Pero Dios no me dice a mí como creyente: Tienes un lugar en el cielo, ahora puedes vivir como tú quieras. ¡Dios jamás dice eso! Me dice: En las pruebas de fe, te guardo y te conduzco a la meta. Si pienso que puedo vivir como yo quiera, porque el cielo me está asegurado, Dios interviene mediante pruebas para la fe, para llevarme cerca de su corazón. Así, el lado nuestro es la fe.

Encontramos también aquí estos dos lados. La esperanza del Evangelio está fundada únicamente en la obra redentora del Señor Jesús. Es plenamente suficiente para que entremos en el cielo. Pero Dios quiere que nos apeguemos firmemente a ella por la fe y dirijamos nuestra vida a su honor.

 

Versículo 23b: “…que habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo; del cual yo Pablo fui hecho ministro”.

Pablo, ministro del Evangelio y ministro de la Iglesia

Dios quería dar un futuro en el cielo a hombres que eran sus enemigos. ¿Cómo fue revelado este plan de Dios?

Para lograr este propósito, hacen falta dos cosas. Por un lado, que el Evangelio de Dios sea anunciado y, por otro, que el misterio de Cristo sea dado a conocer. El apóstol Pablo tuvo la gran misión de predicar estos dos aspectos de la fe cristiana. Como ministro del Evangelio (v. 23), anunció a los hombres las Buenas Nuevas de la redención, y explicó a los creyentes por medio de la epístola a los Romanos las grandes verdades de la salvación. Estas contienen esencialmente las siguientes afirmaciones: Aquel que confiesa a Dios sus pecados y cree en el nombre y en la obra del Señor Jesús, es justificado. Es aceptado por Dios, aunque el pecado original esté aún en él.

Pero por la obra redentora del Señor Jesús, no solo los problemas de los pecados son resueltos, es decir, no solo el aspecto negativo ha desaparecido completamente ante los ojos de un Dios santo, sino que, sobre el fundamento de esta obra, él también nos ha enriquecido abundantemente. Como ministro de la Iglesia (véase v. 25), Pablo nos presenta estas riquezas particularmente en la epístola a los Efesios.