Cristo en nosotros, la esperanza de gloria /16

Colosenses 3:20-21

La familia

Versículo 20: “Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor”.

La obediencia de los hijos

El apóstol se dirige primero a los hijos. Siempre me conmueve ver que Dios se dirige personalmente a los hijos. Esto nos muestra que Dios quiere que estén puestos bajo la influencia de las Escrituras. Desde el momento en que pueden hacerlo, también deberían leer la Biblia, porque les concierne a ellos directamente.

Aquí, los hijos son exhortados a obedecer a sus padres. Esto no es solo en lo que les gusta, sino en todo. Hasta ahora nunca he encontrado ninguna otra instrucción para los hijos. ¡Cuán concisa es la Palabra de Dios y cómo ella habla a nuestras conciencias! “Porque esto agrada”. Dios mira a los hijos desde los cielos. Se goza cuando los ve obedecer a sus padres.

El apóstol aún añade “al Señor”. Los hijos pueden tomar al Señor Jesús como ejemplo de obediencia a sus padres. En Lucas 2:51, está escrito de él: “Descendió con ellos, y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos”. El Señor Jesús también es para los hijos el motivo de la obediencia. Porque lo aman, obedecen a sus padres.

Esta obediencia naturalmente tiene también sus límites. Si los padres exigen algo que es directamente contrario a la Palabra de Dios, el Señor es también para los hijos el límite a la obediencia.

 

Versículo 21: “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten”.

No exasperar, no desalentar

La Palabra se dirige ahora a los padres. Estos son en la familia la autoridad determinante y responsable ante Dios. Se trata de la manera en la que hacen valer esta autoridad.

Existen diferentes riesgos de exasperar a los hijos por un mal uso de esta autoridad. Los padres pueden:

  • ser carnales y utilizar egoístamente su posición;
  • exigir demasiado de los hijos con sus órdenes y recomendaciones;
  • hacer valer su autoridad sin tener en cuenta la edad de los hijos en lugar de otorgarles más libertad, cuando crecen.

Cuando exasperamos a nuestros hijos, perdemos su confianza y se desalientan en su posición de hijos y en su vida de fe. Existe entonces el peligro de que busquen refugio en el mundo.

Educación en disciplina y amonestación del Señor

Según Efesios 6:4, debemos criar a nuestros hijos en disciplina y amonestación del Señor. Aquí tenemos los dos grandes principios divinos de la educación. Con la disciplina, frenamos alguna cosa mala, prohibiendo a los hijos una cosa, y castigándolos cuando no obedecen. Con la amonestación, les mostramos el buen camino y lo que es justo. Ciertos padres solo ejercen la disciplina, señalando únicamente lo que el hijo hace mal. Pero no advierten ni animan, mostrando el buen camino. Pero también ocurre lo contrario. Algunos solamente advierten, sin juzgar lo que es falso. El apóstol escribe en la epístola a los Efesios: “Criadlos”. Esto nos muestra que, en nuestras directivas y órdenes, debemos tener en cuenta la edad de los hijos. Así, según los principios de Dios, y teniendo en cuenta la edad de los hijos, lo que es malo debe ser frenado y lo que es bueno y justo debe ser mostrado.

Los hijos deben obedecer las instrucciones

Para que los hijos puedan obedecer, necesitan instrucciones e incluso órdenes. Si tomamos en consideración su edad y obramos en la dependencia del Señor, debemos igualmente velar para que nuestros hijos sigan nuestras directivas. Es un principio de educación según el cual también Dios obra. Él exige del hombre alguna cosa, usa de paciencia, pero espera que tengamos en cuenta sus instrucciones. Así, en 1 Timoteo 3:4 tenemos esta importante mención para los padres: “que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad” (gravedad, nota V.M.). Particularmente en nuestros días, este hecho debe estar en el corazón de los jóvenes padres de familia. Las cosas suceden de otra manera en el mundo. Pero en el hogar de los creyentes, la responsabilidad de los padres es que sus hijos aprendan a obedecer. Para las esposas, es otra cosa. Como esposo, no tengo el deber de velar para que mi esposa siga mis directivas. Pero en cuanto a mis hijos, soy responsable como padre de que mis hijos observen mis instrucciones. La Palabra de Dios es clara.

Conceder a los hijos adultos su independencia

Cuando los hijos crecen, llega el momento en que pasan a ser adultos y en el que, nosotros los padres, debemos dejarlos ir. Es un paso doloroso. Se trata de un proceso de renuncia para los padres. Debemos liberar a nuestros hijos. La voluntad de Dios es que un hombre deje a su padre y a su madre y que empiece una nueva relación (Génesis 2:24). Aprendamos de Ana cómo dejar ir a nuestros hijos (1 Samuel 1 y 2). En su forma de obrar con Samuel, podemos apuntar cinco etapas:

  • Ella crió a su hijo (1:23). Para los niños, el deber de los padres es darles alimentación espiritual. Sin embargo, podemos darles solo lo que antes ha sido formado en nosotros (= la leche materna). Una madre solo puede dar la leche que ha sido producida en ella.
  • Ella lo destetó (v. 23). Samuel debía aprender a alimentarse por sí mismo. Comprendemos el alcance espiritual. Los hijos deben ser animados a desarrollar una relación personal con el Señor Jesús, leyendo la Biblia y orando por sí mismos.
  • Ella lo llevó consigo hasta su nuevo lugar, allí donde se encontraba el arca (v. 24). Ella lo acompañó hasta ahí, pero lo dejó.
  • Si incluso ella lo dejó al lado de Elí y se volvió a su casa, lo visitaba cada año y le traía una nueva túnica (2:19).
  • Ella desaparece del relato bíblico. Probablemente lo volvió a ver después, pero nada se dice de esto.

Si seguimos esta evolución, discernimos en Ana tres cualidades importantes en cuanto a la emancipación de los hijos: diligencia, sabiduría, renuncia. En la medida en que dejamos ir a nuestros hijos hacia su independencia, volverán a nosotros.

¡Cuán importante es respetar por la gracia de Dios los principios de la educación cristiana! Una vida de familia feliz es la más sólida muralla contra el mundo. Nuestros hijos tienen necesidad de encontrar calor en casa, un verdadero hogar. La familia es un centro de amor y de seguridad. Pero para que los hijos se conviertan y permanezcan en el camino de la fe, hace falta un poder mayor que una familia feliz. Para eso, es necesario que Dios obre en el corazón y en la conciencia de nuestros hijos.