Versículo 8: “Mirad (o “cuidado”, V.M.) que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo”.
Los dos peligros para los colosenses
Ahora Pablo advierte del peligro. “Mirad” (o cuidado) dice a los colosenses, y también a nosotros. Con otras palabras, dice: ¡No seáis ingenuos, hay peligros! Pensemos siempre en ello. Encontramos a veces creyentes que van ingenuamente por el mundo, ¡como si no hubiese ningún enemigo de Dios ni ningún ámbito peligroso! Pero debemos tomar en serio esta exhortación: hay un enemigo que quiere separarnos del Señor Jesús, y se sirve de hombres con ese propósito.
Los colosenses estaban en peligro de prestar atención a la filosofía pagana y a las ordenanzas religiosas, inventadas por hombres, provenientes principalmente del judaísmo. Estos peligros a menudo aparecen juntos delante de nosotros e intentan introducirse en nuestra vida. Si el enemigo lo consigue, nuestra visión del Señor Jesús quedará velada.
Peligro de la filosofía
La filosofía es un producto de la mente humana. El tema es la respuesta a tres preguntas fundamentales, que Dios no le ha permitido al hombre sondear:
- ¿Quién es Dios?
- ¿Qué es el hombre?
- ¿Cuál es el sentido de la vida?
El hombre no puede dar una verdadera respuesta a estas preguntas, por eso desarrolla sus propias ideas sobre estos temas.
Solamente podemos conocer quién es Dios mediante la revelación que él hace de sí mismo. Es una gran gracia que Dios se haya revelado, en los postreros días, en su Hijo, es decir en la persona de su Hijo (Hebreos 1:2). Pero cuando los hombres elaboran teorías acerca de Dios, es idolatría en forma intelectual. En el tiempo del Antiguo Testamento, hicieron ídolos de madera o de metal según su imaginación. Hoy, son andamiajes intelectuales respecto de Dios.
Tampoco podemos sondear lo que es el hombre. Y no obstante hay muchos estudios humanos respecto a este tema, y se llega a la conclusión de que en todo hombre hay algo de bueno. Pero Dios se expresa de otra manera en cuanto al hombre: En él hay corrupción y está lleno de violencia (Génesis 6:11-12).
En lo que concierne al sentido de la vida, el hombre tampoco puede descubrirlo. Sobre este tema, Dios también nos dice en su Palabra lo que es la verdadera vida.
Peligro de la tradición
El segundo peligro reside en las tradiciones de los hombres.
La filosofía es de origen pagano, las tradiciones de los hombres proceden más bien del judaísmo. Pero parece que el apóstol no separa totalmente estos dos peligros. Van juntos.
Las tradiciones de los hombres son un poderoso medio de este mundo para mantener a los corazones prisioneros. Un hombre puede ser profundamente religioso y no obstante vivir en pecados graves.
Tenemos un claro ejemplo en Juan 4. Ahí hallamos a una mujer que Jesús encuentra en el pozo de Sicar. Aunque vivía en el pecado, ella era religiosa y estaba impregnada de tradición religiosa. Evoca ante el Señor la antigüedad del pozo, al patriarca Jacob, a sus hijos y a sus ganados que habían bebido de él. Pero, ¿qué dice nuestro Señor? “Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed” (v. 13).
¡Cuán difundida está la tradición religiosa! Pero ella no sacia la sed del alma. Las tradiciones de los hombres ponen a la tradición por encima de la Palabra de Dios.
Era particularmente el caso en el judaísmo. El Señor Jesús estuvo enfrentado a este hecho a cada paso frente a los fariseos. Exageraban algunas cosas extraídas de la Palabra de Dios, las interpretaban de una manera distorsionada y las ponían por encima de las declaraciones de la Palabra. Anulaban así la palabra de Dios.
Los rudimentos del mundo
Estas dos cosas, la filosofía y las tradiciones de los hombres, son rudimentos del mundo. ¿Por qué son tan malas? Porque son el producto de un mundo que está bajo la maldición del pecado. No debemos olvidar eso. Además, son totalmente opuestas a Cristo, como nos lo muestra el final del versículo 8: “conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo”. Lo que el mundo produce en materia de pensamientos tradicionales, filosóficos y religiosos, se encuentra en directa contradicción con los pensamientos de nuestro Señor glorificado en el cielo, Quien piensa de manera totalmente diferente en cuanto a las cosas de la vida y nos lo comunica en su Palabra.
La noción de «filosofía» nos hace pensar con frecuencia en las universidades o en las personas inteligentes. Pero estas doctrinas pueden ejercer una influencia en todas las esferas de nuestra vida. Existen, pues, filosofías humanas sobre la vida del matrimonio, sobre la educación de los hijos o sobre cómo vivir sanamente. Con frecuencia adoptamos tales doctrinas fácilmente y sin reflexionar. También se habla de filosofía cristiana. Pero ella igualmente es un producto de los pensamientos humanos y pertenece pues a los rudimentos del mundo. Lo que necesitamos para nuestra vida de fe, son las enseñanzas claras de la Palabra de Dios. Podemos someternos a ellas gozosamente. Si ponemos en práctica los principios de Cristo en lugar de las ideas del mundo, conoceremos la felicidad en nuestra vida de matrimonio y de familia con nuestros hijos.
La tradición religiosa y la filosofía no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne (v. 23) y ponen al hombre en el centro. Las dos tienen igualmente consecuencias peligrosas en nuestra vida colectiva como cristianos.
¿No tenemos, nosotros también, la tendencia a adoptar ordenamientos humanos o a establecer nosotros mismos algunos? Por ejemplo, ese sería el caso si decidiéramos que cada reunión para partir el pan debe necesariamente comenzar con una oración al Padre. En esto, nos alejaríamos de Cristo.
Versículo 9: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”.
Cristo, la plenitud de los pensamientos de Dios
Cristo es de nuevo puesto ante nosotros en su grandeza, cuando leemos: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”. Esto significa que en esta persona, Dios y todos sus pensamientos están presentados. Podemos pues recibir de él una respuesta divina a todas nuestras preguntas. Puede decirnos quién es Dios, lo que es el hombre, y cual es el sentido de la vida. Encontramos todo en él, en quien habita toda la plenitud de la Deidad.
El Señor Jesucristo nos es presentado aquí como hombre. Por eso se dice “corporalmente”. Así, todos los pensamientos de Dios están plenamente presentados en el hombre Cristo Jesús, que vivió una vez aquí en la tierra, que murió en la cruz y que ahora está en el cielo.
Versículo 10: “y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad”.
Completos en él
Esto habla de nuestra posición cristiana: somos puestos ante Dios en Cristo. No puede haber nada más elevado.
Pablo suele decir que aquel que cree está en Cristo. Esto significa que estamos revestidos de la gloriosa persona del Señor Jesús. Cuando leemos en Efesios 1:6, que hemos sido hechos “aceptos en el Amado”, bien podemos pensar que Dios mira ahora desde el cielo a la tierra y nos ve en toda la perfección de Cristo.
¿No es maravilloso? No osaríamos decirlo, si la Palabra no lo declarara. Tal es nuestra posición delante de Dios, estamos completos en Cristo.
Cristo, cabeza sobre todas las cosas
En lo que sigue, el Espíritu de Dios quiere de nuevo poner ante nosotros la extremada grandeza de nuestro Señor Jesús. ¡Qué cuidados tenía él para con los colosenses y qué solicitud tiene él para con nosotros! ¡Cuán pronto olvidamos al Señor Jesús y vivimos sin él! Y no obstante, se dice de él que es “la cabeza de todo principado y potestad”. Tal es la grandeza de nuestro Salvador, en quien creemos y en quien estamos completos.
Como Hijo del Hombre él es la cabeza de todo principado y potestad (Efesios 1:10).
Versículo 11: “En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo”.
Peligro debido al pecado que mora en nosotros
El peligro del mundo y sus rudimentos (v. 8) nos atacan desde afuera. Pero el mundo encuentra en nosotros un punto de unión. Es el pecado que mora en el hombre. Llevamos en nosotros ese pecado original desde nuestro nacimiento, y también permanece en nosotros después de nuestra conversión mientras vivamos en la tierra. En la Biblia hay hombres que han sido fieles a Dios toda su vida, pero que incurrieron en pecado en su vejez. Esto puede estremecernos, y nos sirve de advertencia. El pecado que mora en nosotros reviste muchos matices, muchos caracteres distintivos, de modo que no podemos enumerar simplemente algunos. El mundo encuentra inmediatamente un punto de conexión en nosotros, si no velamos.
El significado espiritual de la circuncisión
El apóstol aborda ahora este peligro. Cuando dice primero que fuimos circuncidados, toma, para explicarlo, una imagen del pueblo de Israel: la circuncisión. Por un lado, ella es una señal de pertenencia a Dios y a su pueblo. Así, en el momento de nuestra conversión, hemos reconocido pertenecer a Jesucristo y a su pueblo. Si pues le pertenecemos, ¿no deberíamos ser vigilantes en cuanto al pecado que mora en nosotros?
Por otro lado, la circuncisión es una figura del despojamiento del cuerpo pecaminoso carnal. Esto también lo hemos hecho fundamentalmente en el momento de nuestra conversión. Antes, el pecado que mora en nosotros había reinado en nuestro cuerpo: en nuestros pensamientos, nuestra boca, nuestras manos y nuestros pies. Cuando nos convertimos, este mecanismo ha sido, en principio, interrumpido. ¿Cómo tuvo lugar eso? En que, por la fe, nos hemos aplicado a nosotros mismos la muerte del Señor Jesús. Esto es cierto de todos los que se han convertido. Han aplicado la muerte de Cristo a sí mismos y a su carne. La circuncisión de Cristo habla pues de su muerte en la cruz. Ahí murió al pecado y nosotros hemos muerto con él al pecado que mora en nosotros.
A veces se dice que debemos tener al pecado en la muerte. Ahora bien, no podemos. El pecado original en nosotros está vivo. Está ahí, mientras vivamos en la tierra, y siempre procura inducirnos a pecar de nuevo. Es lo que nos dice la Biblia. Pero también lo conocemos por experiencia. Un hermano mayor solía decir: «Siempre intentamos ahogar el pecado que mora en nosotros, pero descubrimos una y otra vez que sabe nadar». ¡Es una imagen muy apropiada! No podemos pues hacerlo morir, está ahí y se manifiesta. Pero somos hechos capaces de considerarnos muertos al pecado (véase Romanos 6:11), es decir que nos es posible no sucumbir a sus seducciones. Se puede injuriar a un muerto, pero no reacciona. Se le puede pinchar con una aguja, pero no se sobresalta. Es así como debemos comprender esta exhortación a considerarnos muertos al pecado. En resumen: Cuando nos convertimos y creímos en el Señor Jesús, la muerte de Cristo nos fue aplicada de tal manera que somos capaces de considerarnos muertos al pecado en el sentido de que no respondemos a sus tentaciones.
Versículo 12: “sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos”.
Sepultados con él en el bautismo
No solamente hemos muerto con Cristo, sino que también hemos sido sepultados con él. Esto significa que, como cristianos consecuentes, el mundo ya no representa ningún interés para nosotros. El mundo busca seducirnos, relacionándose con el pecado original en nosotros. Pero si realizamos nuestro estado de muerte, el mundo no puede encontrar ningún punto de relación, porque nada puede hacer con los muertos y con los sepultados. Enfrentaremos victoriosamente las tentaciones que el mundo nos ofrece con la filosofía y las tradiciones humanas, cuando nos consideramos muertos al pecado, y no ofrecemos así ningún punto de relación en nosotros para sus ataques.
Expliquemos con un ejemplo lo que significa estar espiritualmente sepultados con Cristo. Los partidos o asociaciones políticas se interesarán por un joven despierto y capaz. Si además está dotado para el deporte y la música, los clubes deportivos, los coros y las orquestas representarán un peligro para él. Pero si el joven cristiano dice «¡no!» a todas estas invitaciones, para el mundo no solamente está muerto, sino que también está sepultado. Resultará que la gente nunca más lo reclutará. Dirán: «No vayamos hacia ese, no tiene el menor sentido. No adherirá de ninguna manera a nuestra organización». Es el resultado del hecho de estar sepultado con Cristo, lo que ha confesado por el bautismo.
Fuimos resucitados con Cristo
En el bautismo confesamos que, para el mundo, estamos sepultados. Pero no nos hemos quedado en el agua del bautismo. Salir del agua da testimonio de que somos resucitados con él. Así que somos sepultados, es decir desaparecidos para el mundo; pero también somos resucitados con Él, es decir introducidos en un nuevo estado y en un nuevo lugar: en la posición cristiana. Fundamentalmente, estamos en esta nueva posición desde nuestra conversión. Ahora, debemos realizarla prácticamente, viviendo como aquellos que son resucitados y que se consideran muertos al pecado.
El poder de Dios obrando en resurrección
A fin de poder poner esto en práctica cada día, tenemos necesidad de fuerza, puesto que por nosotros mismos nada podemos hacer. Está escrito en Filipenses 3:10: “A fin de conocerle, y el poder de su resurrección”. He aquí la fuente de nuestra fuerza: la fe en el poder de su resurrección. En este nuevo estado y en este nuevo lugar, podemos considerarnos muertos al pecado. Un hermano dijo una vez: «Es verdad que, como creyentes, tenemos el poder de considerarnos muertos al pecado, pero en la práctica con frecuencia mostramos lo contrario». Y sin embargo la fe está firmemente comprometida en ello: somos resucitados y podemos considerarnos muertos al pecado, de manera que el mundo no puede encontrar ningún punto de conexión en nosotros.
Pensando en el poder de la resurrección, aprendemos a conocer a Dios bajo un aspecto muy particular. Él es el que ha resucitado a Cristo de entre los muertos. Estamos tratando con un Dios que puede fundamental y prácticamente hacer salir la vida de la muerte. En Hebreos 13:20, él es presentado con ese maravillosos título: “El Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas”. Este es un título de Dios: Él es Aquel que “resucita de los muertos”, de manera fundamental y práctica. En el momento de nuestra conversión, salimos de la muerte en cuanto a nuestra posición, puesto que fuimos resucitados con Cristo. En cuanto a nuestra realización práctica, haremos la experiencia que Dios suscita prácticamente, del estado de muerte, la vida para él. Esto es posible en la medida en que reconocemos que en nosotros mismos estamos muertos, y que no tenemos ninguna fuerza. Si reconocemos eso, el poder de Dios operará en nosotros una vida cristiana verdadera para gloria de su nombre.