La armadura del cristiano
El cristiano que quiera realizar su posición celestial en Cristo, gozar de las bendiciones que posee en los lugares celestiales en Él y tomar posesión de ese glorioso país, no podrá evitar el combate contra los principados y las huestes espirituales de maldad que allí se encuentran. Éstos procuran impedir llevar a cabo todos estos privilegios. Para alcanzar ese fin, intentan apartar los afectos del creyente de la persona de Cristo, la “verdad”, o provocar una interrupción de su comunión con Dios mediante alguna infidelidad en su marcha o alguna duda. En el número anterior, ya hemos considerado el lugar y el momento del combate, la táctica del enemigo y las condiciones que el cristiano debe reunir para poder tomar posesión de su bendición de manera práctica.
Estudiemos ahora con detalle la armadura del cristiano. Ésta le es provista para el combate (Efesios 6:10-20). Con sus armas humanas, su propia sabiduría y poder, el cristiano nada puede contra un enemigo espiritual, mil veces más fuerte que él. No lo podría enfrentar ni aun con una coraza y el casco de un rey (1 Samuel 17:38). ¡Que esta convicción penetre siempre más profundamente en nuestro espíritu!
El apóstol Pablo nos dice: “Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza”. Únicamente en el nombre y con el poder de Aquel que venció al enemigo seremos capaces de entablar el combate. Además, se necesita apremiadamente estar revestidos de toda la armadura de Dios (Efesios 6:11, 13). Ninguna pieza debe faltar.
¡Cuán graves serían las consecuencias para un soldado que se hallara implicado de repente en un combate a muerte, sin saber utilizar las armas o estando equipado sólo de una parte de su armadura! De igual modo, todo cristiano debe asegurarse de que conoce todas las armas con las cuales Dios lo ha dotado, y ejercitarse con perseverancia y manejarlas.
En este pasaje de Efesios, primero encontramos tres partes de la armadura que tratan del estado espiritual del alma del cristiano y de su marcha: ceñidos con la verdad, la coraza de justicia y el calzado con el apresto del Evangelio de la paz.
Ceñidos con la verdad
La “verdad” desempeña un papel muy importante en la vida del creyente. En primer lugar, debe ceñir sus lomos con la verdad. Entonces, solamente podrá utilizarla como arma ofensiva, como espada, en el servicio según Dios.
Los lomos son la parte de la fuerza del hombre; visto su emplazamiento, constituyen también una figura de sus inclinaciones y de sus secretos sentimientos. El “Espíritu de verdad” se esfuerza constantemente, por la “palabra de verdad”, en presentar en el corazón del creyente a la persona de Cristo como “la verdad”. Si esta pieza de la armadura está correctamente revestida, resulta un doble efecto para el creyente.
- Todo aquello que no esté de acuerdo con la verdad, sea en su corazón o en su marcha, será manifestado y condenado. Todo aquello que emana de la vieja naturaleza, de la carne o del mundo es puesto de lado (Hebreos 4:12-13).
- Además, su ser interior y sus pensamientos son formados a la imagen de Cristo glorificado, quien se santificó por nosotros elevándose al cielo (Juan 17:14-19).
En Oriente, las vestiduras largas, arremangadas para el trabajo y el servicio, se mantenían en su sitio mediante un cinturón. Del mismo modo, el cristiano ceñido con la verdad no dejará errar sus pensamientos, sus sentimientos y sus inclinaciones; tampoco seguirá los impulsos de su propia voluntad. Vela y se aparta de esas cosas. La verdad misma dirige su corazón. Lo que es bueno tiene poder y autoridad en él. Ama a Cristo y se regocija en las cosas celestiales en Él. No se halla bajo el peso de una obligación exterior o de una ley; el corazón mismo quiere aquello que el Señor desea.
Satanás no encuentra ningún punto de ataque en tal cristiano. A todas sus tentaciones, sus incitaciones y sus falsas interpretaciones, el corazón del creyente responde: «Está escrito».
Sin embargo, no olvidemos que diariamente debemos ceñirnos con la verdad y aplicarla a nuestro corazón, y que ello sea un estado permanente. Sólo podemos realizarlo en la comunión con Dios y con el poder del Espíritu Santo.
La coraza de justicia
Estar “ceñidos… con la verdad” nos guarda en cuanto al hombre interior, en una armonía práctica con Dios; pero una marcha en justicia y en piedad debe caracterizarnos delante de los hombres (2 Corintios 8:21; Hechos 24:16).
Aquí no se trata de la perfecta e inmutable justicia que el creyente posee en Cristo y que le permite mantenerse ante el Dios santo. Sólo una marcha en la santidad práctica y una buena conciencia pueden servirnos de coraza contra Satanás.
¿Cuáles son las condiciones para tener una buena conciencia? Según la luz que le haya sido dada, el cristiano ha juzgado y condenado todo su pasado ante Dios. No tolera en él ninguna clase de mal. Va “ceñido… con la verdad” y se esfuerza, por la gracia de Dios, en mantener su vida diaria —lo visible y lo invisible, sus hechos y su servicio— en armonía con la verdad aplicada a su corazón. La existencia de la carne en nosotros no suscita en uno mismo una mala conciencia, ni interrumpe la comunión con Dios, mientras no la dejemos obrar. Pero tan pronto como soy culpable de una injusticia y mi comportamiento está en contradicción con la voluntad de Dios tal como la conozco, entonces todo vacila: el enemigo puede reprocharme con razón mi falta, aun si queda escondida a los ojos de los hombres. Caí en la trampa durante el combate, y mi comunión con Dios queda interrumpida, el Espíritu Santo es entristecido en mí, y por eso he venido a ser un hombre sin poder ante el enemigo.
Permanecer en tal estado acarrea graves consecuencias. Una mala conciencia me hace cobarde y me lleva a faltar de rectitud. Vivo en el temor que el mal aparezca con toda claridad y que esto redunde en mi confusión pública. En tal estado, me entrego a cometer otras faltas. Me vuelvo incapaz de combatir, como en otro tiempo le ocurriera a Israel ante Hai (Josué 7). Si continúo sirviendo y combatiendo —quizás para tener pura fachada— esto sólo hará poner de manifiesto mi indiferencia en cuanto al pecado.
El creyente que acepta vivir sin la coraza de justicia no podrá poseer la más mínima parcela en los lugares celestiales. Todo su crecimiento se ve interrumpido y su vida deshonra al Señor.
No obstante, gracias a Dios queda la posibilidad de revestir de nuevo esa pieza indispensable de la armadura: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).
Calzados con el apresto del evangelio de paz
Las Buenas Nuevas de la salvación emanan del “Dios de paz”. Por ellas es anunciada la paz a los hombres en virtud del sacrificio de Cristo. Este mensaje pone la paz a disposición de todo aquel que la desea.
Después de estar ceñidos con la verdad y de haber vestido la coraza de justicia, el creyente se calzará con el apresto del Evangelio de la paz. En virtud de la obra de Cristo, no sólo tiene la “paz con Dios”, sino que efectivamente vive en una comunión sin obstáculos con el “Dios de paz”. Resulta que la paz llena también su corazón y así está «pronto» a manifestarse a todo aquel que encuentra en su camino: “¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz!” (Romanos 10:15). Es posible que, por esta razón, el creyente coseche odio en lugar de amor, encono en lugar del agradecimiento. Sin embargo, en cuanto dependa de él, está en paz con todos los hombres (Romanos 12:18).
¿Por qué el mundo está lleno de descontento y disputas? Porque el hombre lucha por adquirir bienes terrenales y obtener beneficios materiales; porque su egoísta corazón, ávido de honores, queriendo siempre tener razón, no busca el interés de su prójimo, sino que se ensalza por encima de él. En tal contexto, el cristiano puede derramar un hálito de paz venido del cielo, donde él vive por la fe, porque se goza de sus bienes celestiales y no busca el honor que viene de los hombres sino el que viene de Dios. Ocurre demasiado a menudo que, por falta de vigilancia, hemos olvidado ponernos este calzado y manifestamos insatisfacción, mal humor y envidia. El enemigo se sirve de esto para suscitar discordias y disputas en nuestro propio hogar, entre los creyentes y aun en nuestras relaciones con las personas del mundo. ¡Qué triunfo para Satanás! Consiguió una victoria, privándonos así, por cierto tiempo, del gozo de las bendiciones celestiales.
¡Qué importante es esta pieza de la armadura! En este mundo, podremos ser útiles mensajeros del Evangelio de paz sólo en la medida que nuestra conducta para con los hombres rinda testimonio de esto.
Las siguientes piezas de la armadura constituyen el escudo de la fe y el yelmo de la salvación. Se refieren más a la conservación de la confianza en Dios.
El escudo de la fe
Cuando los pensamientos, las inclinaciones y los sentimientos interiores son sujetados como acabamos de verlo, y la marcha se caracteriza exteriormente por la justicia y la paz, el alma puede blandir el escudo de la fe. No se trata tanto de la fe que acepta el testimonio de Dios en cuanto a Cristo para la salvación del alma, sino más bien de una confianza inquebrantable en el Dios de amor que es sin reserva “por nosotros” (Romanos 8:31), y que se reveló como Padre en Cristo Jesús.
Cualquiera que tiene en alto ese escudo con semejante confianza, no se hará preguntas, sino que “contra esperanza” (humana) creerá “en esperanza”(en Dios) (Romanos 4:18). En esta ocasión experimentará que Dios lo ampara y lo protege, y que el alma que en Él confía jamás se verá decepcionada (Salmo 91:1-5). La sencilla fe justifica a Dios y se apoya en él; en realidad, Él es un escudo contra el cual todos los dardos de fuego del maligno se apagan.
¡Cuán necesario es este escudo para el cristiano! Por un lado, este último puede mantenerse en espíritu en los lugares celestiales; pero, por otro, en este mundo debe atravesar diferentes circunstancias, pruebas, sufrimientos y aflicciones bajo la dirección de Dios que los permite. A menudo, Satanás utiliza el carácter insondable de los caminos de Dios para llenar nuestro corazón de desconfianza para con Él, y para suscitar en nosotros la duda en cuanto a su amor, su fidelidad y sus cuidados. También intenta quebrantar nuestra confianza en la veracidad y la confiabilidad de su Palabra, y otras cosas semejantes. Todo aquello que nos aleja de Dios y de nuestras bendiciones celestiales en Cristo le gusta.
La fe pone a Dios entre ella y las circunstancias, así como todo aquello que pudiera inquietarla. Abram pudo decir: “He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra”. Y Dios le respondió: “No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande” (Génesis 14:22; 15:1). Si resistimos al diablo, hallará a Cristo en nosotros y huirá.
¿Cómo es posible que los dardos del maligno penetren en el corazón del creyente y lancen en él, como fuego ardiente, la duda y la angustia? Porque olvidó no sólo tomar el escudo, sino también el cinturón, la coraza y el calzado. Quizás uno comience a desviar los ojos de la contemplación de Cristo glorificado, llevado por muchas distracciones de este mundo. Entonces, el corazón no está más en la luz, sino que sigue el impulso de los pensamientos y las inclinaciones naturales, o aun “los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11). A partir de ese momento, no es protegido contra los dardos de fuego del maligno. Pues, cuando la íntima comunión con Dios es interrumpida, ¿cómo podemos elevar los ojos llenos de confianza hacia Él? La confianza se apoya en Dios. No halla su fuente en la marcha, sino que una marcha fiel es el terreno en el cual progresa.
Cobremos aliento al pensar en nuestro Señor quien, como sumo sacerdote y abogado en el cielo, intercede constantemente por nosotros. Intercede para que permanezcamos en estado de combate, y en caso de caída podamos de nuevo revestir toda la armadura y volver a tomar nuestro lugar en el combate.
El yelmo de la salvación
Para no dar pie al enemigo y estar protegidos de todas partes contra sus ataques, necesitamos tomar el “yelmo de la salvación”. Cada día deberíamos marchar con la conciencia y el gozo de la perfecta salvación en Cristo, que Satanás no puede destruir ni quitar. Sólo así protegeremos nuestra cabeza de manera práctica, como lo hace el yelmo en el día del combate.
El escudo es una figura de lo que Dios es por nosotros, y el yelmo de lo que hizo por nosotros.
La salvación, tal como nos la presenta la epístola a los Efesios, no incluye solamente nuestra perfecta redención, el perdón de nuestros pecados, la liberación de nuestro estado de corrupción, de la esclavitud del pecado, y del poder del enemigo; sino que la salvación consta también del hecho de que estamos en Cristo, y en él hemos sido llevados a los lugares celestiales. Nuestra salvación es tan perfecta, inalterable e imposible de perder que no debemos ocuparnos más de nosotros mismos. Todo está asegurado, el yelmo puede estar expuesto a todos los golpes. La salvación nos da valor y energía; así somos libres para ser activos para el Señor por el poder del Espíritu Santo, sin que estemos en nada atemorizados o impedidos por cualquier razón que nos concierne.
La espada del Espíritu
Mientras que las otras piezas de la armadura se refieren a nuestro propio estado y sirven para protegernos, la espada del Espíritu, la Palabra de Dios nos es dada como un arma ofensiva. Se utiliza para con el prójimo, en la obra del Señor.
Si estamos de corazón en la verdad, si andamos en justicia yendo en paz por nuestro camino a través de este mundo de hostilidades, si nuestro corazón confía en Dios y que tenemos la firme seguridad de nuestra salvación en Cristo, entonces podemos empeñar y ganar el combate. Estamos protegidos en cuanto al hombre interior y al abrigo de todos los ataques del exterior. Un buen estado interior debe preceder toda actividad exterior y acompañarla.
Es un punto de suma importancia, al cual a menudo no solemos prestar mucha atención. Ocurre que salimos al combate sin habernos juzgado a nosotros mismos y sin tener la firme seguridad de que Dios está con nosotros. Ahora bien, existen situaciones en las cuales no puede acompañarnos, tal como lo vemos en la historia de Acán en Josué 7. En tal caso, el combate terminará en una vergonzosa derrota. Si deseamos ser activos para el Señor —ya en nuestra familia, en la vida cotidiana o en un servicio público— primero tenemos que haber estado en Su presencia. Nuestra arma ofensiva es pues la espada del Espíritu, la Palabra de Dios, y no hay otra cosa que el enemigo tema más. Manejada con el poder y la dirección del Espíritu Santo, suministra una fuerza y una agudeza a las cuales nada puede resistir. Entonces, es “como fuego dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra” (Jeremías 23:29). Es “viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Hebreos 4:12).
¡Tengamos siempre entre manos la Palabra, esa arma que nos es proporcionada por el arsenal divino! No debemos añadir ni quitar, pues de lo contrario dejaría inmediatamente de ser la espada del Espíritu, y la Palabra de Dios. Es tan perfecta como nuestra salvación y como nuestra justicia; su valor es independiente de nuestra colaboración. Basta absolutamente para todo y podemos contar enteramente con ella si la utilizamos sólo bajo la dependencia de Dios.
A través de todas las Escrituras, especialmente en los Salmos, encontramos ejemplos de la manera en que los creyentes manejaron la Palabra. Nuestro Señor mismo es el perfecto modelo para utilizar esa arma espiritual. Se sirvió de ella en las tentaciones, así como en sus conversaciones con los judíos que siempre intentaban contradecirle. Sin embargo, si no andamos por el poder que da el Espíritu de Dios no contristado, nunca podremos agarrar la espada de la buena manera, y menos aún utilizarla correctamente. Una palabra a propósito en el momento oportuno no puede ser llevada a cabo sino por medio del poder y la luz del Espíritu Santo. Entonces, un solo pasaje de la Biblia puede vencer a nuestro más poderoso enemigo, como ocurrió en otro tiempo con la piedra lanzada por la honda de David (1 Samuel 17:49).
En la obra del Señor, cuánto se hace sentir la necesidad de obreros que sean “fortalecidos en el Señor” porque tienen la costumbre de vestir toda la armadura, y por consecuencia saben utilizar como es debido la espada del Espíritu.
La oración
La última arma citada por el apóstol Pablo es la oración. Esta última muestra la actitud fundamental que el cristiano debe tener para ser capaz de utilizar todas las piezas de la armadura y de practicar lo que representa.
En la entera conciencia que el poder, la sabiduría y la dirección no se hallan sino sólo en Dios, el cristiano en todo tiempo puede volver al trono de la gracia y elevar sus súplicas (Hebreos 4:16). Así será guardado y mantenido en presencia de Dios, los ojos puestos en él y el corazón libre de toda inquietud. El único medio para él es permanecer por encima de las circunstancias y realizar su posición en los lugares celestiales. Cuanto más lo acaparan sus ocupaciones terrenales, tanto más debe cultivar esta relación de oración continua con el Señor.
La oración es el barómetro infalible de la dependencia del creyente. Esa dependencia, la manifestó el Señor mismo en perfección durante su vida en la tierra. Le gustaba retirarse para permanecer en oración con Dios durante muchas horas (Hebreos 5:7-8; Marcos 1:35; Lucas 6:12). Dijo: “Mas yo oraba” (Salmo 109:4). Pablo y los otros apóstoles fueron hombres de oración. Lo mismo ocurría con Epafras (Colosenses 4:12), así como con tantos otros siervos del Señor. Es el secreto del éxito en el servicio y de la perseverancia en los dolores y los sufrimientos.
Una buena utilización de la armadura hace que el cristiano sea capacitado para el servicio para con los demás; entonces su oración no se limita a sus necesidades personales, sino que se extiende a todos los creyentes y siervos del Señor, por las perseverantes intercesiones; “velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí” (Efesios 6:18-19). Así pues, la oración en común no sólo concierne a la obra del Señor aquí abajo, sino que también nos lleva al combate en los lugares celestiales.
Es necesario que las cosas sean así; porque los creyentes son uno, la obra es una obra común, y Satanás es un enemigo común. Conforme a esto, la Iglesia es presentada en la epístola a los Efesios como un cuerpo: “un cuerpo, y un Espíritu” (4:4). Si verdaderamente combatimos el combate como nos es expuesto en el capítulo 6, ciertamente no nos olvidaremos de orar con perseverancia por todos los creyentes y por toda su obra. Por este medio, en cuanto a nosotros dependa, guardaremos la unidad del Espíritu, manteniéndonos alejados de todo aquello que la perturbe, frustrando todo intento del enemigo.
¡Que el Señor nos dé a todos la gracia de permanecer conscientes de nuestra posición celestial y que, revestidos de toda la armadura de Dios, libremos el combate que tiene lugar en los lugares celestiales! “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará. Mas el justo vivirá por fe” (Hebreos 10:37-38). ¡Cuando estemos cerca del Señor, ya no estará el enemigo en el cielo y no necesitaremos más armadura ni armas!