El ABC del cristiano /4

Desde el primer día -2

La oración

Hemos señalado que el nuevo hombre, cuya existencia comienza con el nuevo nacimiento, muestra claros signos de esta vida desde el primer día, si no hay obstáculos en su desarrollo: Se regocija “en el Señor” (Filipenses 4:4) y aprovecha cualquier oportunidad para sentarse a sus pies a escuchar su Palabra.

Otro signo característico es que tiene una íntima comunión con Dios el Padre y el Hijo, en la oración. Lo explicaremos con un ejemplo.

“He aquí, él ora” (Hechos 9:11)

Saulo se había convertido hacía solo tres días. ¿Fue real su conversión? Ananías, que iba a ponerle las manos encima, lo dudó. ¿Se habría convertido realmente en cristiano el violento perseguidor de la Iglesia?

El Señor lo afirmó diciendo: “He aquí, él ora”.

¿Era la oración algo nuevo en la vida de Saulo? Como fariseo celoso, ¡seguramente ya había hecho muchas oraciones!

Pero, ¿no eran estas oraciones marcadas por la propia justicia? Lucas 18:9-14 nos muestra, con un ejemplo sorprendente, hasta dónde este tipo de oraciones puede llegar. El fariseo se comportó como un pavo real dando una voltereta y exhibiendo el esplendor de sus plumas para que todos las vieran. Le gustaba enumerar sus propias virtudes y buenas obras según la ley. Había venido “a orar” pero ante Dios no tenía la actitud adecuada. Detalló sus buenas acciones como fruto de su propia fuerza.

Entre el Saulo de antaño y el que ahora oraba en Damasco, había una gran diferencia. En el camino a Damasco, fue derribado repentinamente. A la luz de Jesucristo, el Señor glorificado, un velo había sido quitado de sus ojos; en ese momento reconoció que toda su vida pasada era mala y pecaminosa. La condenó totalmente, ¡sin ninguna restricción! Sus motivos y propósitos anteriores parecían ahora tan abominables que no pudo comer ni beber durante tres días (Hechos 9:9). Pensando que servía a Dios, ¡había perseguido a Jesús, el Hijo de Dios, “respirando… amenazas y muerte” contra los discípulos del Señor! Nunca podría olvidarlo por el resto de su vida. Y, efectivamente, no dejaba de hablar de ello (Hechos 22:1-10; 26:9-15; 1 Corintios 15:9; Gálatas 1:13, 23; Efesios 3:8; Filipenses 3:6; 1 Timoteo 1:13).

El antiguo Saulo, penetrado de su propia justicia y confianza en la carne —en su fuerza moral y propia sabiduría—, celoso de Dios en el plano religioso y legal, había sido derribado y se había convertido en Pablo («pequeño, insignificante»). El carácter de su vida era ahora radicalmente diferente. Lo que había destruido, ya no lo “edificaría” (Gálatas 2:18). Si, hasta entonces, la fuente de sus pensamientos y acciones había sido su fuerte y enérgica personalidad, ahora solo Cristo era la fuente y el objeto de su vida. Él mismo describe su nueva vida así: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (v. 20).

¿Cuál fue la consecuencia? A partir de ese momento, pasó a depender totalmente del Señor y de su gracia en todo: para comer, beber y dormir; para hacer tiendas, así como para proclamar la Palabra en privado o en las iglesias, según lo que el Señor le pidiera. El hombre nuevo depende de la gracia de Dios en Jesucristo tanto para las cosas más pequeñas como para las mayores.

Pero, ¿cómo se le concedió esta gracia a Pablo? “He aquí, él ora”. La oración era tan necesaria para él como la respiración para el cuerpo. A menudo se llama a la oración «el aliento del alma». Se acercó “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16), tanto para él como para las muchas personas que llevaba en su corazón, para las iglesias y para toda la obra del Señor en la tierra.

Vale la pena examinar las numerosas referencias en sus epístolas a su relación ininterrumpida con Dios en la oración. Exhortó a todos los creyentes a ser “constantes en la oración” (Romanos 12:12); “orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17); “perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Colosenses 4:2). Su feliz experiencia diaria le permitía hacer tales exhortaciones. Siempre se podía decir de él: “He aquí, él ora”.

Ninguno de nosotros tiene un pasado como el de Pablo. No éramos celosos de la ley. Tenemos un historial completamente diferente.

Pero también estuvimos una vez “en la carne”, incapaces de agradar a Dios (Romanos 7:5; 8:8-9). Como tales, tampoco orábamos verdaderamente; porque la carne, por muy piadosa que parezca, no es más que arrogancia y orgullo. No se somete ni quiere depender de Dios. Con “el ocuparse de la carne” (Romanos 8:6), el hombre no busca la gracia, ni se acerca al trono de la gracia con oración y súplica.

Como hombres “sensuales” (Judas v. 19), también nosotros tuvimos que ser derribados ante Dios, convertidos y nacidos de nuevo del agua y del Espíritu. Cuánto podemos agradecer a Dios cada día que ahora estamos “en Cristo” y tenemos todas las gracias y bendiciones divinas en él.

Sin embargo, debemos juzgarnos a nosotros mismos: ¿Oramos como Pablo? ¿Cuántas veces puede decir el Señor de nosotros: “He aquí, él ora”?

Si no es el caso, ¿por qué? Ah, ciertamente porque estamos bajo la influencia mundana, y en vez de dar pleno lugar a Cristo en nuestros corazones, dejamos que la carne actúe con sus deseos, voluntad propia, confianza en ella misma y orgullo. Nuestros espíritus y corazones no están verdaderamente contritos y humillados (Salmo 51:17; Isaías 57:15; 66:2).

Si somos perezosos y superficiales en la oración, es una señal alarmante que revela un mal estado interior que no podemos pasar por alto a la ligera. Más bien confesémoslo con rectitud.

Afortunadamente, Dios, en su infinito amor de Padre, vela por cada uno de nosotros que somos sus “hijos” (Hebreos 12:4-11). Aunque todavía sepamos poco de nosotros mismos, aunque no conozcamos cuáles son las debilidades de nuestro cristianismo, o lo que nos falta en la realización práctica de nuestra perfecta salvación en Cristo; Dios lo conoce, y en su infalible sabiduría, sigue guiándonos. Puede que nos conduzca a través de una dolorosa disciplina hasta que haya logrado su objetivo para nosotros, a fin de que en nuestro estado práctico “participemos de su santidad” (v. 10), y que pueda encontrar en nuestras vidas “fruto apacible de justicia” (v. 11). Entonces, ¡con qué alegría buscaremos su rostro!

Su corazón desea que se mantenga nuestra comunión con él. Qué alegría para él poder decir de usted y de mí: “He aquí, él ora”.

Hacer la voluntad de Dios

Ahora llegamos a un tema que es muy importante “desde el primer día” de la vida cristiana, pero que entendemos tan difícilmente: La vida cristiana es caminar de acuerdo con la voluntad de Dios.

Usted puede decir: ¡Todo el mundo lo sabe! ¡Pero cuidado, querido lector! Solo hemos comprendido esta verdad en la medida en que la ponemos en práctica. Por ejemplo, ayer, ¿era su preocupación desde la mañana hasta la noche «vivir según la voluntad de Dios»? —¿No es así?— Bueno, ya ve que merece la pena profundizar en esta cuestión.

Éramos “hijos de desobediencia”

Recordemos primero nuestra vida antes de la conversión.

La Escritura nos da una descripción de esto que no deja nada que desear en términos de claridad: “Estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Efesios 2:1-3).

¡“Hijos de desobediencia”! Esta expresión se refiere a todos aquellos que aún no han nacido de nuevo, que todavía no están “en Cristo” y por lo tanto no son “nueva criatura” (2 Corintios 5:17).

Los “hijos de desobediencia” no son solo los asesinos, los ladrones y los criminales que han infringido las leyes humanas, sino absolutamente todos aquellos que no dejan que Dios lleve las riendas de sus vidas. Muchos de ellos tienen la reputación ante los hombres de ser personas decentes, incluso respetables, que condenan el mal moral grave que se extiende cada vez con más arrogancia en el mundo; cumplen concienzudamente sus deberes, ya sea en la familia o en el trabajo; incluso son serviciales, educados, amables, y no quieren ser culpables de injusticia.

Pero basándonos en el pasaje bíblico citado anteriormente, veamos más de cerca a los “hijos de desobediencia” a la luz de Dios.

Andan “siguiendo la corriente de este mundo”. Esta es la norma moral de conducta por la que viven. El “mundo” es un reino del que Satanás es el príncipe (Juan 14:30). Sus fundamentos ¡solo pueden ser malos e impíos!

Además, andan “conforme al príncipe de la potestad del aire”, que gobierna al mundo. Aquí se habla de Satanás, pues él mismo es la fuente de los principios del mundo. Mediante ellos envuelve a los hombres con influencias malignas y perversas, como el aire que respiran. Es un espíritu que actúa con poder en aquellos que desobedecen a Dios. Hay entonces una especie de comunión entre ellos y este ser maligno.

Viven en los deseos de su carne. La carne, la naturaleza corrupta que el hombre posee desde su nacimiento, es “enemistad contra Dios” (Romanos 8:7). Por ella el hombre es “hijo de desobediencia”, y a través de ella el diablo obra en él; de la carne corrupta provienen las lujurias y los malos deseos. Si estos deseos son alimentados en el alma en lugar de ser condenados, la voluntad de la carne, es decir, las pasiones y los sentimientos, se manifestará, al igual que la voluntad de los pensamientos, parte intelectual de la naturaleza corrupta. Estos dos tipos de manifestaciones de la voluntad humana se oponen a Dios.

Sí, esta es nuestra primera biografía. Nacimos en la posición de “hijos de desobediencia” y vivimos como tales. Cuanto más tardamos en nacer de nuevo, más nos impregnamos de nuestra propia voluntad, que es una abominación para Dios (1 Samuel 15:23). ¡Parecía tan normal hacer lo que nosotros queríamos!

Ahora nos hemos convertido en “hijos obedientes” (1 Pedro 1:14)

¿Fue a través de la educación? Oh no, sabemos que fue necesaria una obra extraordinaria, una obra de Dios. Acabamos de recordar que los designios de la carne, de la naturaleza corrupta del hombre, son enemistad contra Dios; “no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7).

Solo podemos ser librados de este terrible estado por Jesucristo, el Hijo de Dios. Él tuvo que venir a ocupar nuestro lugar en la cruz, bajo el juicio de Dios, en la muerte, luego en la tumba y también en la resurrección. Era imposible que la carne, fuente de desobediencia, fuera mejorada; tenía que ser juzgada; y es a través de Jesús, nuestro Salvador, que esto se logró para nosotros. El redimido sabe ahora que ha sido plantado juntamente con su Señor en la semejanza de su muerte. Su viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo de pecado sea destruido y no sirva más al pecado (Romanos 6:5-6). Por lo tanto, desde el primer día, los redimidos pueden estar seguros por la fe de que “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24).

Pero esto es solo el lado negativo del maravilloso trabajo que se ha hecho por nosotros y en nosotros. ¿Con qué se ha sustituido nuestro antiguo estado?

El creyente ha “nacido de nuevo” (Juan 3:3, 7); “nueva criatura es” (2 Corintios 5:17, tiene una nueva naturaleza); por la fe en el Señor Jesús tiene “vida eterna” (Juan 3:36), una vida caracterizada por la obediencia; como “resucitado con Cristo” (Colosenses 3:1), ahora anda “en vida nueva” (Romanos 6:4) y se ha “vestido del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24); el poder de esta vida es el Espíritu Santo que “mora en” él y bajo cuya influencia está ahora (Romanos 8:9).

La Palabra muestra repetidamente que el estado normal del creyente es un caminar en constante obediencia a Dios. He aquí algunos ejemplos:

Pedro dice de los creyentes: Sois “elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2). Ellos son llamados “hijos obedientes”, dando por sentado que sus vidas ya no se caracterizan por los “deseos que antes tenían”, como antes de su conversión (v. 14). Estamos aquí “para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios” (4:2).

Después de los primeros capítulos de Romanos, en los cuales se describe la maravillosa salvación en Cristo, Pablo dice en el capítulo 12, versículos 1 y 2: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Del mismo modo, en las demás epístolas, el apóstol recuerda continuamente a los creyentes que deben tratar de conocer y hacer la voluntad de Dios en todas las cosas, pues ésta es su nueva posición.

Obstrucción de la obediencia

Antes “hijos de desobediencia” (Efesios 2:2; 5:6; Colosenses 3:6), nos hemos convertido ahora en “hijos obedientes” (1 Pedro 1:14) por el sacrificio y la fe en Cristo, y no debemos conocer otra cosa que una vida para el Señor, según su voluntad.

Pero, ¿no tenemos a menudo algo más en el corazón que el anhelo de hacer lo que Dios quiere?

Ciertamente, y es la “carne” con sus deseos y orgullo. Todavía está en nosotros y siempre busca una nueva oportunidad para dominarnos. Pero no tiene derecho a hacerlo. No tenemos nada más que ver con ella. La consideramos como una intrusa malvada frente a quien debemos estar constantemente en guardia. Cualquier cosa que nos sugiera, la ponemos inmediatamente en su lugar: está crucificada (Gálatas 5:24). Solo así podremos callarla.

¿Cuándo nos comportamos así? Cuando andamos en el Espíritu (v. 16). El Espíritu Santo que mora en nosotros es el legítimo «dueño de la casa», por así decirlo. Si le abrimos todas las habitaciones, las llena. De este modo, el Señor está cerca de nosotros en su amor, y obedecerle ya no es una obligación sino una necesidad. Queremos entonces hacer lo que Jesús, nuestro Señor, quiere.

Un incrédulo no puede obedecer a Dios; no puede estar sujeto a él. Pero el creyente nunca se siente tan feliz como cuando, con el corazón lleno del Señor, le sirve y vive según su voluntad. Entonces puede disfrutar del gozo de la comunión con él, un gozo que nada en este mundo puede superar.

Una de las primeras preguntas de Saulo el día de su conversión fue: “¿Qué haré, Señor?” (Hechos 22:10), y esta pregunta lo acompañó durante toda su vida posterior. En el día del Señor, será ricamente recompensado por ello. ¡Que se nos conceda a nosotros también!