El ABC del cristiano /11

Una vida agradable a Dios -5

A un joven conductor

«Es al volante donde el viejo hombre suele manifestarse», comentó un amigo cristiano cuando nos bajamos de mi coche. «¡Y es muy mal conductor!»

Asentí sin pensarlo: «Es cierto, los ancianos no deberían conducir más; no tienen suficientes reflejos, se arrastran por las carreteras...».

Mi amigo me detuvo: «¿No ves a quién me refiero? Recuerda el viaje que acabamos de hacer. De hecho, varias personas han manejado el volante. Primero me condujo un hombre insubordinado y transgresor de la ley. Te has saltado un semáforo que acababa de ponerse en rojo. Luego has atravesado el pueblo a casi 90 km/h. En cuanto a la línea continua, la has cruzado tres o cuatro veces».

— Con el debido respeto, interrumpí. Muchas de estas normativas son excesivas; todo el mundo las incumple en mayor o menor medida.

— Sin embargo, existen, y los primeros en respetarlas deberían ser los cristianos. ¿Cómo podemos tener la libertad de pedir al Señor que nos proteja de los accidentes de tráfico si no nos sometemos a las reglas de las autoridades que Dios ha establecido precisamente para protegernos? (Romanos 13:1). Al someternos, nuestro testimonio será más notorio por ser la excepción.

Después me llevó un hombre impaciente. Ese camión maloliente al que habías seguido durante diez minutos te puso los nervios tan a flor de piel que terminaste por adelantarlo en condiciones más que dudosas.

Luego tuvimos la carrera contra ese coche menos potente que intentaba rebasarte. Qué orgulloso estabas de tus acrobacias. Me has recordado a Jehú que conducía “impetuosamente” (2 Reyes 9:20). Al mismo tiempo me he dado cuenta de que eres un poco vanidoso. No conocía esa faceta tuya. Ahora, permíteme advertirte, con todo el afecto de un anciano en la fe, contra este amor propio del conductor y esta pasión por la velocidad que es parte de lo que la Biblia llama la vanagloria de la vida. Los pone a ti y a los jóvenes que actúan como tú en gran riesgo. Pero tu vida no es tuya, y menos la de los demás, como para arriesgarlas con esos excesos tan atrevidos. ¿Quieres terminar tus días con el permanente remordimiento de haber empujado a la eternidad a un alma que quizás no era salva?

Y, finalmente, hemos tenido ese pequeño accidente en la ciudad de regreso a casa. Por supuesto, la culpa ha sido del «adversario», una palabra que en el lenguaje de los seguros traduce bien lo que ese hombre es ahora para ti, mientras que podría ser un cristiano, un hermano. Nunca te había visto de tan mal humor.

— ¡Pero date cuenta! Ese torpe me ha rayado un lado del coche, ha hecho una rayada en la pintura...

— ... Y debajo del barniz de un niño bien educado aparece la irascibilidad del hombre natural, que es más desagradable que un coche averiado. Nuestra gentileza debe ser conocida de todos los hombres (Filipenses 4:5), incluidos los demás usuarios de la carretera. Lo ves, mi querido amigo, no hemos tenido que andar juntos mucho tiempo para que se expongan los rasgos más prominentes de la vieja naturaleza indomable. Estoy seguro de que a partir de ahora los notarás cuando intenten manifestarse. Santiago señala en el capítulo 3 de su epístola que el hombre sabe cómo hacer obedecer a los caballos más fieros, cómo gobernar las naves más grandes, cómo domar toda naturaleza de bestias, pero que no es dueño de su lengua, ni de su carácter. ¿No es sobre todo «la naturaleza humana», como él la llama, la que ha permanecido en estado salvaje? Es el «viejo hombre», al que la civilización, si bien le ha dado nuevos medios de expresión (y también de dominio sobre sus semejantes) no ha cambiado en absoluto. Este viejo hombre, irascible, insubordinado, egoísta, insoportable, lo encontrarás en ti en cada cruce, en cada pueblo, en cada atasco, con sus múltiples caras. ¿Qué hacer con él? Es sencillo: quitarle el permiso de conducir. Deja que otra Persona tome el volante; alguien que también será un maravilloso compañero de viaje. Si el tiempo de espera en el semáforo se emplea en hablar con Él, no será tiempo perdido. Por el contrario, meditando en lo que te falta y pidiendo al Señor que te lo dé, cada molestia, cada incidente en el camino, se transformará milagrosamente en una pequeña lección provechosa, en una oración, en una victoria. Recuerdo a un hermano que llamaba a su coche su «maestro de paciencia». Le daba «por la mañana y por la tarde una hora de lección con ejercicios prácticos».

Tuve que admitir que había fallado el examen; tenía el permiso, pero no sabía conducirme a mí mismo. Lo que hacía al volante, lo hacía también en la vida cotidiana. Era urgente que aprendiera a conducir, o más bien que cambiara de conductor. Que el nuevo hombre tome y mantenga las palancas de control, y que el viejo hombre ocupe y mantenga el lugar que, según la Escritura, le corresponde: «el lugar del muerto».