El ABC del cristiano /8

2 Pedro 1:1-11

Un collar que debería adornar a todo cristiano

Lo que recibimos

La segunda epístola de Pedro comienza enumerando los preciosos tesoros que todo cristiano nacido de nuevo ha recibido:

  1. Una fe igualmente preciosa que la del propio apóstol (v. 1).
    Esta fe es la mano con la que agarramos el conjunto de las verdades cristianas. Es preciosa, porque abarca todas las maravillas preparadas por Dios desde la eternidad para nosotros, los creyentes del periodo de la gracia. Aunque todavía no las veamos, ya nos pertenecen desde ahora y para siempre.
  2. Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad (v. 3).
    Se nos ha dado todo lo que necesitamos para manifestar la naturaleza divina aquí en la tierra, en nuestra vida práctica diaria, y para lograr una vida de piedad, una relación del alma con Dios caracterizada por la reverencia y la confianza. Pero atención, es el poder divino el que nos ha otorgado todo esto, para que progresemos en la santidad práctica y alcancemos la gloria. La fuerza moral inherente a la naturaleza humana corrupta no debe, ni puede, añadir nada.
  3. Dios nos ha dado preciosas y grandísimas promesas (v. 4).
    A diferencia de las promesas hechas a los padres, las que hemos recibido por medio de Cristo son “preciosas” y ya las podemos disfrutar en parte. Entre ellas se encuentran:
    El don del Espíritu Santo de la promesa (Efesios 1:13; Gálatas 3:14; Hechos 1:4; 2:33), la promesa de la vida (2 Timoteo 1:1; Tito 1:2), la promesa de la relación con Dios Padre (2 Corintios 6:18; 7:1), la promesa de la herencia eterna (Hebreos 9:15), la promesa de la venida del Señor (2 Pedro 3:9-10), y finalmente la promesa de la gloria venidera (Romanos 8:18).

Somos participantes de la naturaleza divina

La posesión de estas promesas, que son la porción del nuevo hombre, nos hace participantes de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). Esta expresión significa que en este mundo participamos de la naturaleza moral de Dios.

De este modo, hemos huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia. Se trata de un hecho consumado (“habiendo huido”), que ocurrió en la conversión. Desde entonces, nuestros pensamientos pueden moverse en una esfera totalmente nueva, y así nos mantenemos prácticamente al margen de la corrupción que hay en el mundo.

El que no “es participante” de la naturaleza divina no puede lograr tales cosas. Encontramos un ejemplo en las personas citadas en 2 Pedro 2:20 que conocían el cristianismo sin ser verdaderamente salvas. Aparentemente, habían “escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo”. El conocimiento externo de las verdades cristianas las llevó a una cierta separación de las contaminaciones del mundo. Pero no mantuvieron esta separación, pues no procedía de la participación en la naturaleza divina. Sus corazones volvieron a lo que habían abandonado, mientras que el creyente ha huido de ello de una vez y para siempre. Por lo tanto, a partir de este momento, debe verse en él un progreso y un desarrollo en la manifestación práctica de esta participación en la naturaleza divina.

Dios nos llamó por su gloria y excelencia

El primer carácter de nuestro llamamiento es la gloria. Fue el Dios de la gloria quien apareció a Abraham en Mesopotamia y lo llamó (Hechos 7:2). ¡Qué poderoso estímulo debe haber sido para él dejar su entorno idólatra, su país y sus parientes! Por la obediencia a la fe se puso en marcha, sabiendo que esta le llevaba a la gloria. No la buscó en la tierra de Canaán, sino que dirigió su mirada a la gloria celestial, a “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10), y se gozó de que había de ver el día del Señor (Juan 8:56). Esta esperanza de la gloria le dio valor para avanzar y perseverar en el camino de la fe y superar las dificultades.

Pablo nos presenta otra imagen: el estadio (1 Corintios 9:24-25). Los atletas corren con la mirada puesta en la meta, pensando en el premio, la alegría y la gloria que le corresponderá al primero que la alcance. Su deseo es tan fuerte que se esfuerzan al máximo y soportan la intensa fatiga de la carrera. Ya de antemano, “de todo se abstienen”, privándose de aquello que pueda comprometer la victoria. Y, sin embargo, ¡solo es una corona corruptible!

El segundo carácter de nuestro llamamiento es, por tanto, la virtud. Si nos dejaran solos en la carrera hacia la gloria celestial, no podríamos alcanzar la meta, ya que el camino que tenemos por delante está lleno de dificultades. Pero se nos ha dado el Espíritu Santo, somos investidos de “poder desde lo alto” (Lucas 24:49), para que podamos correr hacia adelante con energía espiritual, determinación y valor moral.

Leemos en Hebreos 12:1 que la separación del mal forma parte de esta valentía moral: “Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante”. Esta es una verdadera virtud, y el Señor nos ha dado un ejemplo perfecto de ella, como de todas las cosas. Afrontó toda resistencia del enemigo, se separó de cualquier forma de pecado —pecado que se le presentaba desde fuera— y finalmente sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, por el gozo puesto delante de él. ¡Qué virtud, qué energía espiritual incesante! Por la fe comenzó, continuó y completó su camino. Por eso se le otorgó una entrada triunfal en la gloria, amplia, generosa, e incomparable (2 Pedro 1:11); allí se alzaron ante él las “puertas eternas” (Salmo 24:7, 9).

Nuestra responsabilidad

Ahora debemos considerar los siguientes puntos: 

  • Dios me ha dado, por su divino poder, todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad;
  • me ha puesto en posesión de “grandísimas” promesas;
  • me ha hecho participante de la naturaleza divina;
  • y me llevará a su gloria al final de mi viaje.

¿Es apropiado tratar de escapar de mi responsabilidad con algún mal pretexto como «no puedo hacer nada, soy demasiado débil», excusando así mi infidelidad y mi andar mundano? No, si Dios me ha dado tanto, espera que manifieste lo que he recibido, poniendo “toda diligencia” por esto mismo (2 Pedro 1:5). Uno no puede poseer estas cosas y ocultarlas. Ahora sí me parecerá «natural» hacer un collar, una cadena, con los maravillosos y preciosos caracteres de la naturaleza divina enumerados en los versículos 5 a 7, pues adornarán mi vida para gloria del Señor.

El collar de ocho eslabones (2 Pedro 1:5-7)

  1. La fe es el primer eslabón de esta cadena. Porque solo por la fe el hombre recibe la vida de Dios. Sin este primer eslabón, no se puede añadir ningún otro.
    En general, todas las características mencionadas en estos versículos dependen unas de otras. La naturaleza del creyente, dada por Dios, es como una planta cuya semilla ya contiene en germen todo lo que se desarrollará después. Para que una planta crezca en la naturaleza, necesita unas condiciones favorables: un entorno nutritivo, humedad, calor y luz. Del mismo modo, el cristiano es responsable de estar en condiciones de vida favorables, es decir, en presencia del Señor. Entonces, él mismo debe relacionar diligentemente las diversas características de la naturaleza divina entre sí y manifestarlas.
  2. A la fe hay que añadir la virtud que ya hemos mencionado, es decir, la valentía moral, la energía y la determinación propias de la naturaleza divina. Esta es la que nos permite superar las dificultades que se nos presentan en una vida de obediencia y dependencia de Dios. Un cristiano que se contenta con una fe que le asegura un lugar en el cielo no ha entendido las razones por las que Dios le dejó en este mundo después de su conversión. Tal persona no tendrá energía, ni valor para superar las dificultades que Satanás y la carne levantarán para impedir que este ande y sirva al Señor fielmente. En Filipenses 3 encontramos un hermoso ejemplo de esta virtud. Pablo hizo una cosa: renunció a todo lo que podía retenerle y prosiguió a la meta que estaba delante, en la gloria (v. 13-14).
  3. A la virtud el creyente le debe añadir conocimiento. Dios no puede comunicar sus pensamientos a quien no se esfuerza por separarse del mal en todas sus formas; porque la virtud se manifiesta en la santidad práctica. El progreso en el conocimiento está, pues, íntimamente ligado a un caminar santo y, por tanto, a la obediencia. El Señor se manifiesta a quien guarda sus mandamientos (Juan 14:21). El conocimiento de Dios es una luz creciente, que permite mostrar cada vez mejor la virtud. Es algo precioso para el alma, pero al mismo tiempo fuego consumidor para todo lo que no es de Dios.
  4. El conocimiento debe ir unido al dominio propio. El dominio propio es la capacidad de controlarnos. El conocimiento de los pensamientos de Dios revela las inclinaciones de la vieja naturaleza, y mediante la virtud (la fuerza y la energía del Espíritu) puedo dominarlas. La carne tiene miedo del dominio propio porque esto la priva de lo que ama. Lo vemos con el gobernador Félix, cuando Pablo le habló acerca de esto (Hechos 24:25), a pesar de que aún no estaba salvado. El apóstol, queriendo llegar a su conciencia, le dijo algo así: debes practicar la justicia y el dominio propio en lugar de vivir en pecado y ceder a los deseos de tu carne. Si no me escuchas, serás juzgado. Pero Félix no quiso seguir su consejo y lo despidió.
  5. La capacidad de controlarse a sí mismo, de acuerdo con el conocimiento del pensamiento de Dios, se manifiesta en la abnegación; la voluntad se quiebra y esto produce la paciencia a la que debe conducir el dominio propio. Conscientes de que no podemos esperar nada de nosotros mismos ni de los demás, aprendemos a esperar en Dios. La paciencia es la capacidad necesaria que se le da al creyente para soportar todas las adversidades con el fin de proseguir a la meta.
    Vemos que cada una de estas cosas solo puede añadirse a la otra cuando la anterior se ha llevado a cabo con celo y fidelidad. Entonces debemos mostrar el mismo esmero al sumar el siguiente eslabón al collar. A menudo cometemos el error de detenernos a mitad de camino. A Lot le faltó virtud, a Moisés le faltó paciencia, a David le faltó dominio propio, a Salomón le faltó piedad, etc.
    A lo largo de todo el camino, la gloria que tenemos ante nosotros debe atraernos, y la virtud debe impulsarnos. Después de haber juntado fielmente cada eslabón del collar aquí en la tierra, solo faltará la gloria: Dios la añadirá en el cielo.
  6. La paciencia nos permite soportar las penas del camino sin desanimarnos por las molestias que encontramos. Estas nos empujan hacia Dios, y nos hacen más conscientes de que lo necesitamos. Así es como la piedad se suma a la paciencia. Es la puesta en práctica de nuestra relación con Dios confiando solo en él, junto con el temor a desagradarle. Pablo exhortó a Timoteo a ejercitarse para la piedad, añadiendo: “la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Timoteo 4:7-8). Del mismo modo, señala: “Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (6:6). Cuidémonos de no tener solo una apariencia de piedad, de una relación con Dios y de servicio a él, si en realidad no tenemos la fuerza procedente de esa piedad.
  7. La piedad, fruto de las verdaderas relaciones del alma con Dios, debe ir unida al afecto fraternal. Esto calienta nuestras relaciones con los hermanos, es decir, con todos los que han nacido de Dios. Quien carece de piedad también carece de afecto fraternal. Una persona así, siempre criticará a su hermano. La piedad nos lleva a ver a nuestros hermanos “en Cristo” como objetos del mismo amor del que nosotros mismos gozamos. “Todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él” (1 Juan 5:1). Desde el momento en que amamos a Jesús existe una relación tan íntima entre él y nosotros que también amamos a los que le pertenecen.
  8. Por último, el amor debe coronar y adentrarse en todas estas cosas. El amor es el verdadero carácter de la naturaleza de Dios. Dios se manifestó en Cristo para mostrarnos su amor, a hombres débiles e impíos, a pecadores y enemigos (Romanos 5:6-10). Este amor tiene su motivo en sí mismo y nunca podrá ser dominado por lo que atraiga o rehuse la naturaleza humana. No tiene nada que ver con sentimientos de simpatía o antipatía. “No busca lo suyo” (1 Corintios 13:5).
    Por esa razón, el amor debe añadirse al afecto fraternal (véase también Colosenses 3:12-14), porque en nuestra debilidad somos demasiado propensos a dejarnos influir por los defectos o las cualidades de nuestros hermanos, cuando se trata de mostrar afecto fraternal. Para el ejercicio de este amor no es necesario haber nacido de Dios, “porque también los pecadores aman a los que los aman” (Lucas 6:32).
    El amor me llevará a acudir a mi hermano cuando algo le vaya mal, aunque me haya causado una injusticia. Me mueve a buscar su restauración, según las enseñanzas de la Palabra.
    Ciertamente, el amor debe ser severo en ocasiones; no puede identificarse con el mal. No puede evitar hacer consciente de su pecado a un cristiano que camina en la desobediencia; se esforzará por llevarlo al juicio de sí mismo. De lo contrario, el amor asociaría el pecado con la naturaleza divina. Leemos en 1 Juan 5:2: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos”. Pero el pecado de mi hermano nunca debe impedirme amarlo.

Las consecuencias temporales y eternas

El apóstol dice: “Si estas cosas están en vosotros, y abundan...”, hay consecuencias infinitamente benditas para nosotros, ahora y para la eternidad:

  1. Estas cosas “no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo” (2 Pedro 1:8). Creceremos en el conocimiento de su gloriosa persona, que debe ser la meta de nuestra vida. En lugar de seguir siendo hijitos, nos convertiremos en padres que conocen “al que es desde el principio” (1 Juan 2:13-14).
  2. A través de ellas haréis firme vuestra vocación y elección (2 Pedro 1:10) en vuestros propios corazones, y os comportaréis ante vuestros hermanos y ante el mundo como personas elegidas (1 Tesalonicenses 1:4, 8-10).
  3. “No caeréis jamás” (2 Pedro 1:10).
  4. “Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (v. 11).

Queridos amigos, ¿no vale la pena poner todo nuestro afán en mostrar y montar cada eslabón de este collar?