El leproso sanado
Aquel que cree en un Dios Todopoderoso y Supremo no tiene dificultades en acreditar los milagros del Señor, especialmente cuando estos son confirmados y relatados por la Escritura inspirada por Dios. La objeción de que los milagros son inconsistentes o contradicen las leyes naturales es además una señal de incredulidad, ya que estos no tienen nada que ver con las leyes naturales, sino que al contrario son interacciones soberanas de Dios aparte de, y sobre ellas. No se pueden concebir milagros mayores que los importantes hechos en los cuales el cristianismo descansa: la encarnación, la cruz, y la resurrección del Señor Jesús. Aquel que con fe se inclina ante éstos, necesariamente considerará todas las otras maravillas pequeñas en comparación con éstas. Aquel que no cree en los hechos de la milagrosa encarnación de Cristo, etc., no puede ser reconocido como verdadero cristiano.
Los milagros de nuestro Señor no solamente eran obras de poder, o simples expresiones de amor y simpatía hacia aquellos que se beneficiaban de ellos; sino que también tenían el propósito de enseñar verdades espirituales.
La limpieza del leproso es registrada por todos los evangelistas excepto Juan. Mateo nos la presenta en el capítulo 8 de su evangelio. Guiado por el Espíritu de Dios, Mateo no considera la secuencia histórica o cronológica en la presentación de este milagro, más bien lo pone después del sermón del monte, aunque éste se realizó algún tiempo antes de esto. Su objeto aparentemente fue poner en gran contraste la débil fe del judío sufriente con la gran fe del centurión gentil en los versículos siguientes.
La lepra es figura del pecado. Quienes estaban bajo su terrible poder no podían estar en la morada terrenal de Dios, como tampoco los pecadores no limpiados del pecado pueden estar en la morada celestial de Dios. El único médico para la lepra era Dios, él mismo era el que en gracia podía satisfacer las necesidades de éstos, contaminados por el pecado. En respuesta al clamor del leproso, nuestro Señor “extendió la mano y le tocó”. El contacto con el enfermo no lo manchó, sino que comunicó sanidad al sufriente. ¡Hermoso cuadro de la gracia traída por Él desde arriba que entra en las circunstancias del hombre! Rodeado por el pecado en todas las formas, el Señor nunca fue manchado por él. La pregunta del titubeante leproso: “Si quieres, puedes limpiarme”; fue respondida enseguida por el Salvador: “Quiero; sé limpio”. No hay límite a su capacidad y disposición para sanar y bendecir; los límites están en la temblorosa fe del corazón humano.
El Señor le mandó: “Muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que ordenó Moisés, para testimonio a ellos”. ¡Un sorprendente testimonio en verdad! Éste era el primer leproso israelita en ser limpiado (del cual habla al menos la Escritura) ya que las instrucciones de Levítico 13 y 14 habían sido dadas alrededor de unos 1500 años antes. La presencia de un leproso limpiado ante el altar con las dos aves en sus manos daba testimonio de que Dios había venido a la tierra, y estaba satisfaciendo las necesidades de los hombres, enteramente aparte de las ministraciones sacerdotales y las ordenanzas religiosas. Éste es un principio de gran importancia para nuestras almas hoy. La limpieza para el alma no se encuentra en los hechos humanos de alguna forma u otra, sino en la sangre del Salvador. Ésta hace a los pecados del más vil pecador más blancos que la nieve, y produce un milagro moral más grande que la maravilla física obrada en el leproso judío.