Los milagros del Señor Jesús /34

Juan 11:1-44

La resurrección de Lázaro

Betania fue siempre un dulce lugar para el Hijo de Dios. Este fue uno de los pocos sitios sobre la tierra donde fue amado y donde su espíritu encontró descanso. Lázaro y sus hermanas formaban un agradable círculo familiar. Se amaban los unos a los otros, y tenían una misma fe en el despreciado y rechazado Mesías. 

Un día la enfermedad había invadido su hogar, porque la sabiduría divina no siempre guarda a los suyos de los sufrimientos. Lázaro estaba gravemente enfermo, y sus hermanas que lo amaban se hallaban en una profunda angustia. El Señor estaba en ese momento más allá del Jordán. Allí le llegó el llamamiento de ellas: “Señor, he aquí el que amas está enfermo”. Las hermanas no le pidieron claramente que viniera en su ayuda, pensando aparentemente que las noticias lo harían volver a Betania sin retraso. Él podía haber sanado al enfermo a distancia por medio de Su palabra —como en el caso del siervo del centurión— pero no lo hizo así. Tampoco se apresuró para ir a Betania, sino que se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Si no estuviésemos persuadidos de que Jesús nunca se equivoca, su conducta en esta ocasión nos sorprendería. Andaba en la luz y veía perfectamente el curso que debía proseguir para la gloria de Dios. Finalmente anunció a sus discípulos que Lázaro había muerto, y que se alegraba por ellos de no haber estado allí para que creyeran añadiendo: “mas vamos a él”. La advertencia de los discípulos, de que quizás el martirio le esperaba en Judea, no lo detuvo.

Un estupendo milagro debía ser realizado. Jesús ya había resucitado a dos personas, la hija de Jairo, y al hijo de la viuda de Naín. La una acababa de morir, y el otro era llevado a su tumba. Pero Lázaro había estado sepultado hacía cuatro días cuando el Salvador llegó a Betania, y su cuerpo ya estaba en avanzada descomposición. Marta salió a encontrarlo diciéndole: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Cuando él le habló de resurrección, ella respondió: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero”. No comprendía que estaba dirigiéndose a Aquel que es “la resurrección y la vida”, quien tiene el poder para resucitar a los suyos cuando él quiera y librarlos de la muerte eterna. A pesar de toda la luz dada en el Nuevo Testamento desde entonces, pocos hoy en día tienen nociones más avanzadas que las que tenía Marta, según la cual habrá una resurrección general en el día final.

María siguió a su hermana y se postró a los pies del Señor. Tocado por esta escena de tristeza, el Salvador “se estremeció en espíritu y se conmovió”, preciosa prueba de la realidad de su santa humanidad. Vino al sepulcro, y la piedra fue quitada a Su palabra a pesar del comentario de Marta. Dirigió unas pocas palabras de oración al Padre seguidas del clamor a gran voz: “¡Lázaro, ven fuera!”; entonces, el cuerpo y el alma de este hombre nuevamente se unieron. El Señor lo puso en libertad: “Desatadle, y dejadle ir”. ¡Admirable brillo de la gloria de Dios en Aquel a quien los hombres estaban a punto de crucificar! ¿No debiese esta maravilla haber convencido a sus adversarios de la futilidad de sus designios contra él?

Jesús es quien da vida a los muertos. A la hora señalada resucitará a los suyos para que tengan parte en su gloria, en la casa del Padre. Después del reino milenario, cuando venga el tiempo de la disolución de la primera creación, él llamará a sus enemigos para la “resurrección de condenación”. Mientras tanto da vida a las almas de los hombres. Quienes escuchan y aceptan el mensaje del Evangelio pasan ahora de muerte a vida, y tienen la bendita seguridad de que no vendrán a condenación (Juan 5:24-29). Vida y libertad son al presente la bendita porción de todos los que creen en el nombre del unigénito Hijo de Dios.