Los diez leprosos
Este incidente ocurrió durante el último viaje en el camino de nuestro Señor a Jerusalén pasando entre Samaria y Galilea. Al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, y en un acuerdo clamaron a él para ser sanados. La fama de sus hechos de poder se había extendido desde Dan hasta Beerseba; por eso estos enfermos apelaron a él. Uno de ellos era samaritano y los otros judíos. Bajo circunstancias ordinarias, los nueve habrían despreciado la compañía de este hombre, “porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí” (Juan 4:9); pero esta enfermedad común los había puesto en un mismo nivel. Lo que pone a todos los hombres en el mismo nivel es el pecado, del cual la lepra es en la Escritura la figura expresiva. Grandes y pequeños, ricos y pobres, religiosos y no religiosos, todos están en la misma posición ante Dios. “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). No importa que uno deba 50 o 500 denarios, si ninguno tiene con qué pagar (Lucas 7:41-42).
En respuesta al clamor de los leprosos, el Salvador dijo: “Id, mostraos a los sacerdotes”. ¿Por qué actuó él de este modo? ¿Por qué no extendió la mano y los tocó, dándoles enseguida una sanidad, como lo hizo con el leproso de Lucas 5:13? La razón parece estar en que quería probarlos en cuanto a la confianza en su palabra. Esta prueba tuvo un resultado perfecto. Sin ningún cambio en su condición, dirigieron sus pasos en dirección al templo para ofrecer las dos avecillas (Levítico 14:1-4). Confiaban en que la sanidad vendría en el camino, como realmente ocurrió. “Mientras iban, fueron limpiados”. Estos diez hombres nos dan una lección muy útil. Nos necesita la fe en la palabra divina tal como la hallamos hoy en las Escrituras. La crítica moderna y los “argumentos de la falsamente llamada ciencia” (1 Timoteo 6:20) están destruyendo la fe en la Palabra de Dios. Multitudes permanecen en la incredulidad para su mortal peligro. Pero para estos diez leprosos —como para nosotros— la bendición se encontraba solo en el camino de la fe. “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).
Una destacable cosa ocurrió. Tan pronto como los leprosos se dieron cuenta de que habían sido sanados, el samaritano se apartó de sus compañeros (quienes continuaron su camino), y volvió a Jesús, glorificando a Dios a gran voz, postrándose a sus pies. A sus ojos los santuarios, ceremonias y sacerdotes, eran sin importancia comparados con el Hijo de Dios. Los otros nueve podían ocuparse con las formalidades de Jerusalén, pero él solo podía ser feliz a los pies del Salvador. El Señor lo recibió con las palabras: “¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?” Si el Señor podía hablar así en una tierra donde las ceremonias religiosas del pueblo eran de institución divina, ¿qué diría hoy cuando las ceremonias en las cuales los hombres se enorgullecen son derivadas en parte del judaísmo y en parte del paganismo, todas ellas en oposición con la clara enseñanza del Nuevo Testamento? Una religión hecha de ceremonias es algo absolutamente estéril. Solo el contacto con la persona del Hijo de Dios puede traer satisfacción y gozo en el corazón. A él, no a centros religiosos, debemos nuestra obediencia y fidelidad; porque es el que nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y el que vive siempre para interceder por nosotros en la gloria del cielo. Aunque algunos se satisfagan con una mera religión de formas, nosotros debemos encontrar nuestro todo en Cristo mismo.