La tormenta en el lago
Si los hombres fueron incapaces de reconocer a su Creador cuando él vino a habitar aquí en carne, la creación reconoció su presencia y poder. La tempestad descrita en las referencias más arriba tomó lugar al final del día en el cual las siete parábolas de Mateo 13 fueron pronunciadas. Cansado después de un día de labor, el Salvador dormía en la barca, una tocante prueba de la realidad de su humanidad. De pronto en el mar de Genesaret se presentó una tempestad que caía sobre la barca. Aunque eran creyentes, los discípulos se llenaron de terror; débilmente comprendían quien era Aquel que viajaba con ellos. Si hubiesen considerado que él era el Creador del universo, no habrían experimentado tal alarma. ¿No era él quien, edades antes, había encerrado el mar con puertas, y puesto nubes por vestidura suya, y dicho: “Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante, y ahí parará el orgullo de tus olas”? (Job 38:8-11). ¿Podía entonces el mar tragarse a su propio Creador y Señor?
¡Ay del pobre corazón humano! Marcos, con su habitual consideración de los detalles, nos dice que los discípulos despertaron a su Señor, clamando, “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” Es penoso transcribir tales palabras, ¡cuán cruelmente deben haber herido la sensibilidad del Salvador! “¿No tienes cuidado?” Si él no tuviese cuidado por los hijos de los hombres, se habría quedado en su propia gloria. El pesebre de Belén, la barca en Galilea, y la cruz del Calvario nunca habrían sido su parte. Aun así, su gracia es tan grande que ninguna palabra de censura escapó de sus labios; solamente dijo: “¿Por qué estáis amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” Bien se ha dicho: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Juan 7:46). ¡Pero cuán penoso era para Él encontrar tan poca fe entre los objetos especiales de su favor, después de haber constatado la espléndida fe del centurión gentil! (Mateo 8:5-13).
Su voz bastó para calmar los elementos. “Calla, enmudece”. El Salmista escribió de Él mucho antes de su encarnación: “Tú tienes dominio sobre la braveza del mar; cuando se levantan sus ondas, tú las sosiegas” (Salmo 89:9). Cuando vino a ser hombre, no dejó de ser Dios y poseía todos los atributos de la Deidad. La omnipotencia y la omnisciencia brillaban en él dondequiera que la oportunidad hacía necesario su despliegue. Demonios, enfermedades, muerte, vientos y olas, todo obedecía a Su palabra. Pero el pensamiento humano, aunque enseñado por Dios, es incapaz de comprender el misterio de la unión de la naturaleza divina y la naturaleza humana en su Persona. La razón tiene insolubles dificultades aquí; pero la fe encuentra en ello un tema de adoración y alabanza.
Este milagro llevó a los discípulos a Sus pies maravillados, no sin mezcla de temor, “¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le obedecen?” La respuesta es simple y clara. Él era Dios manifestado en carne, y seguía su camino a la muerte para la eterna bendición de todos los que en Él creen. Pero en su senda de humillación como ahora en su gloria— tenía poder para disipar todos los peligros que podían caer sobre los suyos. Tormentas de varias formas pueden venir sobre nosotros durante nuestro paso a través de este mundo, pero ninguna de ellas podrá destruirnos porque Jesús vive. Nuestra parte es confiar simplemente en Él.