Efata — Sé abierto
Después de su viaje en el territorio de Tiro y de Sidón para sanar a la mujer sirofenicia, el Salvador atravesó la región de Decápolis. Esta se componía de diez ciudades que habían recibido privilegios especiales de parte de los conquistadores romanos cerca de un siglo antes. Allí, como en otras partes, él encontró abundante necesidad para el ejercicio de su divino poder y misericordia. Un hombre le fue traído que era sordo y tartamudo: una humillante imagen de la condición moral y espiritual de cada persona como resultado del pecado original. Ya en el huerto de Edén, el hombre no escuchó a Dios, y desde ese fatal día, la disposición de toda la familia humana ha sido escuchar a cualquier otro menos a Dios. De allí la exhortación al pueblo escogido: “Oye, pues, oh Israel” (Deuteronomio 6:3), y la lamentación divina: “¡Oh, si me hubiera oído mi pueblo...!” (Salmo 81:13). Entonces de allí también el llamamiento que se dirige a nosotros: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 3:7).
El sordo hablaba con dificultad. La lengua de un hombre no regenerado es tan extranjera a Dios como su oído. Nadie puede negar que el más elocuente orador es tartamudo cuando se trata de las cosas de Dios y de Cristo.
El Salvador tomó al sufriente aparte de la multitud. Es bueno estar solos en la presencia divina. El bullicio del mundo no conduce a la reflexión espiritual. El gran enemigo de las almas quisiera más bien mantener a los hombres en un continuo torbellino de trabajo, ocupación y placeres que verles sentados en quieta meditación de la Palabra ante Dios. Pero es en el silencio de la presencia divina que aprendemos a conocer nuestro pecado, culpabilidad y profunda necesidad de la gracia soberana. Allí, lejos de todo lo que nos distrae, podemos ver las cosas en su verdadera luz, y nuestras almas encuentran eterna bendición.
El Salvador tocó primero las orejas del afligido y después su lengua. Este orden es significativo en el dominio y la esfera espiritual ya que el oído debe ser abierto para escuchar y recibir las instrucciones divinas antes que la lengua sea capaz de expresar las alabanzas de Dios y dar testimonio de él. “Creemos, por lo cual también hablamos” (2 Corintios 4:13). “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). Aquel que ha recibido por el oído el Evangelio de Cristo en su corazón se deleitará en hablar de las maravillas de la gracia de Dios a su alrededor.
Cuando el Señor tocó al hombre, “levantando los ojos al cielo, gimió, y le dijo: Efata, es decir: Sé abierto”. La carga del pecado del mundo y de las muchas miserias que agobiaban al Señor, oprimían su espíritu de gracia. Él recordó el día cuando, edades antes, pronunció sobre toda su obra de creación: “Era bueno en gran manera” (Génesis 1:31), y gemía cuando consideraba todo el estrago que Satanás y el hombre habían causado por medio del pecado. Fue esto lo que lo trajo hasta este mundo. Pero vino, no solo para sanar enfermedades físicas, sino para hacer la expiación por el pecado por medio de su propia sangre, para que todos los que creen en él sean libertados de una vez y para siempre de la culpabilidad y esclavitud del pecado, y sean así reconciliados con Dios, en paz y bendición.
Las asombradas multitudes que veían el milagro exclamaron: “Bien lo ha hecho todo”. Con qué plenitud esto será manifestado cuando los cielos y la tierra nueva aparezcan, poblados con incontables miríadas de bendecidos y salvados del pecado, del sufrimiento y la muerte, como el resultado de su precioso sacrificio.