El ciego Bartimeo
El Salvador estaba en camino a Jerusalén por última vez. En menos de una semana todas las aflicciones de la tierra se terminarían para él. La muerte, con su agonía y vergüenza, estaría detrás de él, y su cuerpo sería puesto en una tumba. El sentía el peso de todo lo que se estaba acercando, pero nada podía detener su mano bondadosa. La miseria y las necesidades de los hombres despertaban siempre la ternura de su corazón.
Acababa de salir de Jericó, después de haber estado en la casa de Zaqueo (Lucas 19). Antiguamente esta ciudad estaba bajo una maldición especial, pero eso no constituía un obstáculo para él; su gracia se elevaba por encima de toda dificultad. De no ser así, él nunca habría visitado la tierra, tanto tiempo bajo la ira de Dios a causa del pecado. Un mendigo ciego, escuchando el ruido de la multitud, preguntó a qué se debía esto, y supo que Jesús de Nazaret estaba pasando por allí. Marcos nos dice que su nombre era Bartimeo, mientras que Mateo nos hace saber que éste tenía un compañero. Ésta es la tercera vez que encontramos a dos personas necesitadas en el evangelio de Mateo, allí donde los otros evangelios sólo hablan de una.
Bartimeo clamó fuertemente: “Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí”. Aunque se dirigió al Señor con este título, el Salvador no le hizo reproches. Al usarlo Bartimeo tenía razón, al contrario de la mujer sirofenicia. Nacido en Israel, él tenía el derecho de esperar el Rey del linaje de David, quien debía abrir los ojos de los ciegos, y los oídos de los sordos, etc. (Isaías 35:5-6). Los que rodeaban a Bartimeo trataban de silenciarlo, pero sin lograrlo, “él clamaba mucho más: ¡Hijo de David, ten misericordia de mí!” (Marcos 10:48). Si él hubiese perdido esta oportunidad no habría tenido otra, porque el Señor nunca más volvió a visitar Jericó.
Su clamor llegó a oídos del Señor. Sabiendo que era llamado a acercarse, el ciego, “arrojando su capa, se levantó y vino a Jesús”. Este pobre hombre nos enseña muchas lecciones. Hay un vestido de justicia propia que multitudes hoy llevan sobre ellos para perjuicio de sus propias almas. ¡Oh, que ellos puedan deshacerse de estos, y como pecadores venir a los pies del Salvador! (Romanos 10:3). Muchos de nosotros también haríamos bien en imitar al ciego Bartimeo clamando insistentemente por la liberación; tendríamos la experiencia de la respuesta rápida del Señor. Una sola palabra del Señor Jesús bastó para su sanidad: “Vete, tu fe te ha salvado”, “Y luego vio, y le seguía, glorificando a Dios; y todo el pueblo, cuando vio aquello, dio alabanza a Dios” (Lucas 18:43).
El Señor no le mandó a Bartimeo que se quedará en silencio acerca de su sanidad como cuando sanó a dos ciegos un tiempo antes (Mateo 9:30). Él debía presentarse públicamente en Jerusalén como el Rey por tanto tiempo esperado, y era bueno que un testimonio fuese dado en ese momento de su Persona y poder. Pero el más claro testimonio no valía de nada para los hombres cegados bajo el poder de Satanás. Ninguna corona lo esperaba en Jerusalén, sino sólo una corona de espinas; no era el trono de gloria que se estaba preparando para Él, sino una cruz de vergüenza. En los maravillosos designios de Dios, esta cruz nos asegura una eterna salvación y nos libra de eterno juicio.