El ciego de nacimiento
El Salvador acababa de escapar del odio de sus enemigos que habían tomado piedras para arrojárselas porque había declarado: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58). Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Los discípulos le preguntaron quién era el responsable por esta aflicción: ¿el hombre o sus padres? Ellos tenían tan poco discernimiento como los tres amigos de Job, quienes consideraban el sufrimiento como una señal del desagrado divino, y no veían más allá en cuanto a esto. El Salvador señaló un propósito más alto: “es… para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Juan 9:3). La miseria del hombre daba la oportunidad de desplegar el poder y la bondad de Dios.
Entonces Él procedió a sanarlo, adoptando en esta oportunidad métodos completamente únicos: Escupió en tierra, hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo sus ojos, y le dijo que se fuera a lavar en el estanque de Siloé, “que traducido es, Enviado”. La sanidad fue el resultado inmediato. ¿Pero qué aprendemos de este extraordinario relato? El lodo simboliza la humilde humanidad de nuestro Señor; la saliva representa el agua que es el emblema del Espíritu Santo (Juan 7:37-39). Cuando una persona comprende por el Espíritu que el poderoso Dios se hizo hombre para su salvación, y que el que anduvo humillado en la tierra es realmente el “Enviado” del Padre, su ceguera espiritual desaparece para siempre. Desde entonces este comienza a ver, y todo se percibe en su verdadera luz. El Evangelio tiene el propósito de abrir los ojos de los hombres, “para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios” (Hechos 26:18). El Evangelio no es un mero sistema de doctrinas, ni simplemente un código moral; es el testimonio de Dios a los hombres concerniente a su amado Hijo, Dios y hombre en una persona, el que sufrió en la cruz como nuestro sustituto, pero que ahora está glorificado en los cielos.
El hombre sanado fue pronto interrogado por sus vecinos en cuanto a su vista recuperada; él solo pudo responder que “aquel hombre que se llama Jesús” lo había bendecido así. Los líderes religiosos se enteraron del asunto y pronto manifestaron su amarga hostilidad contra este bondadoso Sanador. Pruebas de Su poder no faltaban, pero no estaban dispuestos a reconocer su misión divina, aunque fuese evidente. Los padres esquivaron sus preguntas, teniendo miedo de ser expulsados de la sinagoga.
Al examinar ellos mismos al hombre, los fariseos pretendieron honrar a Moisés, y aun a Dios mismo. Pero su intención invariable era la de deshonrar al Señor Jesús. La simplicidad del hombre los irritaba, asimismo como su expresión de sorpresa ante las preguntas que hacían. ¿Cómo era posible que tan grande maravilla hubiese sido realizada en el país sin que los maestros de la ley pudieran explicar de dónde venía tal poder? El simple y justo razonamiento de este hombre, según el cual su Sanador debía por lo menos ser un hombre temeroso de Dios y hacedor de su voluntad, los irritaba más allá de toda paciencia. Ofendidos en su orgullo, lo expulsaron diciendo: “Tú naciste del todo en pecado, ¿y nos enseñas a nosotros?”
Al expulsarlo, no sabían que sería para su ben-dición. La oveja expulsada fue pronto encontrada por el Buen Pastor, también despreciado y rechazado. Cuando su Libertador se reveló a él como el Hijo de Dios, él cayó a sus pies y lo adoró, diciendo: “Creo, Señor”.
La religión puede ser hostil al Hijo de Dios hoy como en los días de su humillación; pero lo esencial para nosotros es de conocer a este Salvador que puede satisfacer las necesidades de nuestras almas.