La mujer encorvada
Este incidente, registrado por Lucas solamente, ocurrió un día sábado. Probablemente, en ningún otro día de la semana nuestro Señor fue tan vigilado por sus adversarios como en ese día. Su fin siempre era encontrarlo haciendo algo que pudieran usar contra él. ¡Cuán poco entendían ellos, en su incredulidad y maldad, que estaban juzgando a aquel que había dado la ley en el monte Sinaí! Esto es más lamentable todavía por el hecho de que estos hombres no eran los ignorantes de la tierra, sino los guías religiosos del pueblo escogido de Dios.
Este milagro fue hecho en una sinagoga, muy probablemente en Jerusalén. Allí estaba una mujer “que... tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada”. Es la figura de la condición espiritual de cada hombre a causa del pecado, incapaz de levantar la vista hacia el rostro de Dios, y débil para remediar su mal (Salmo 40:12; Romanos 5:6). La mujer había sufrido por dieciocho años. Su condición apeló enseguida al sensible corazón del Salvador. Él la llamó y le dijo: “Mujer, eres libre de tu enfermedad”. Puso las manos sobre ella, quien se enderezó luego y glorificó a Dios.
Si hubiese habido un poco de discernimiento espiritual en el principal de la sinagoga, se habría acordado del Salmo 103. Todas las personas presentes allí podrían cantar: “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias” (v. 1-3). Pero tales sentimientos no pasaron por la entenebrecida mente del principal de la sinagoga. En lugar de eso, se encendió en indignación, diciendo a la gente: “Seis días hay en que se debe trabajar; en éstos, pues, venid y sed sanados, y no en día de reposo”. Esto nos sugiere una seria cuestión. Cuando Dios prescribió el sábado para el hombre, prohibiéndole trabajar en este día, ¿se propuso atar sus propias manos y hacer impropio para él mismo realizar un hecho de misericordia? Pensar así sería conocerlo mal. Tan bondadoso y compasivo es él en su amor, que nada puede detener su gracia hacia el hombre completamente arruinado. La mujer que había sido recién sanada era una “hija de Abraham”; ella poseía la fe de Abraham. ¿Debe esperar la fe para la bendición porque era día sábado? ¡Imposible! Es la fe que hace venir sobre nosotros la bendición de Dios, no las obras o las observancias religiosas. “Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia... Por tanto, es por fe, para que sea por gracia” (Romanos 4:5, 16). La gracia da la bendición, y la fe la recibe. Toda la obra necesaria para el eterno bien del hombre ha sido realizada por el Hijo de Dios cuando murió en la cruz.
El Salvador no dudó en exponer la hipocresía del hombre sin corazón que se atrevía a juzgarlo. Este desataría sin problema su buey o su asno del pesebre en el día sábado y los llevaría a beber, pero negaba a Jesús el derecho a desatar a una mujer que sufría. Este principal de la sinagoga nos muestra que, en el nombre de la religión, uno puede venir a ser un enemigo de Dios y oponerse a su obra.