La pregunta de Pablo al rey Agripa ciertamente no era irrazonable: “¿Se juzga... cosa increíble que Dios resucite a los muertos?” (Hechos 26:8). El Dios supremo en el universo, El que formó al hombre del polvo, es ciertamente capaz de volver a traerlo del dominio de la muerte, si a él le place hacerlo. Así, es fácil creer en la resurrección aunque este milagro pueda parecer sorprendente.
Pero solo Dios puede realizar tal maravilla. Cuando en diferentes tiempos, Elías, Pedro y Pablo resucitaron personas de entre los muertos, ellos claramente no estaban usando su propio poder, y los milagros les eran concedidos en respuesta a su oración de fe. Pero Aquel que era mayor que ellos podía detener un funeral con un majestuoso “A ti te digo, levántate”, y la muerte inmediatamente soltaba a su presa. Bien podía decir el pueblo que hablaba como quien tenía autoridad, y que jamás hombre alguno había hablado como él.
Tenemos en el evangelio de Lucas un relato que tuvo lugar cerca de la puerta de Naín. Cuando Jesús se acercaba a la ciudad, acompañado por sus discípulos y seguido por la multitud, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto. Este era hijo único de su madre viuda. Tan triste espectáculo no podía fallar en apelar al tierno corazón del Salvador. Toda su simpatía iba hacia esta desolada mujer. Pero en él, la simpatía se combinaba con el poder ilimitado. De allí que no solamente dijo a la madre: “No llores”; sino que también dijo a su hijo: “Joven, a ti te digo, levántate”. Entonces el que había muerto volvió a vivir, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre.
Recordamos sus afirmaciones expresadas en Juan 5:21-29; aseguró que “como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida”. Además afirmó que “el Padre… todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre”. ¡Es el que da vida a los muertos y juzga! Tremendas declaraciones ciertamente, que nadie debe atreverse a negar ni a desconocer. Él es en verdad el Vivificador y Juez. Apresurémonos entonces para postrarnos a sus pies, y reconocer sus títulos con temor y reverencia. Él da vida a los espiritualmente muertos en este día del Evangelio por medio de la Palabra escrita. Todos los que son así vivificados vienen a ser poseedores de la vida eterna (v 24-25). Cuando el día de la gracia haya terminado, él también vivificará los cuerpos de los hombres, llamando a “los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; más a los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (v. 28-29). Aun así, esto no implica que todos serán resucitados simultáneamente; Apocalipsis 20:5-6 deja esto perfectamente claro, que mil años pasarán entre la resurrección de los bendecidos y la resurrección de los perdidos. Sin embargo, la mayor maravilla de todas es que Aquel que posee el poder de resucitar se humilló a sí mismo hasta la muerte para la bendición y salvación de hombres completamente arruinados. Nos conviene postrarnos sobre nuestros rostros y adorar en presencia de su propia declaración: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:14-15).