El siervo del centurión
Durante el ministerio de nuestro Señor en Israel solo dos personas fueron especialmente encomendadas por Él a causa de su fe, y ambos han sido gentiles: la mujer sirofenicia, y el centurión romano. En el pueblo terrenal de Dios, el formalismo religioso estorbaba tanto el desarrollo de la fe que difícilmente se encontraba dentro de su círculo.
Era por su siervo que el centurión apelaba al Salvador, un siervo que estimaba mucho. En contraste con tantos en Israel, el soldado romano discernió a Dios en la Persona del humilde carpintero que estaba atravesando la provincia. Él enseguida le hizo su súplica y recibió la respuesta: “Yo iré y le sanaré”. Pero él le dijo al Señor que no se tomara tal molestia; sabía que no era necesario: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra, y mi criado sanará”. Esto produjo la aprobación del Señor. Este hombre expresó su confianza en la eficacia de la palabra de Jesús, aunque estuviera personalmente ausente.
Tenemos aquí un principio que es vital para nosotros hoy en día. Cristo está en el cielo a la diestra de Dios. Pero su Palabra está con nosotros; en las Escrituras podemos escuchar su voz en todo tiempo. Ella nos declara la eficacia de su solo sacrificio (Hebreos 10:12); proclama el perdón y la justificación de todo aquel que cree en el nombre de Jesús (Hechos 13:38-39); da a los tales la dulce seguridad de que la vida eterna es suya ya, y de que nunca podrán venir a condenación (Juan 5:24). En su Palabra descansamos; ella es todo para nosotros, aunque Él mismo no está más aquí de manera visible.
Hay sorprendentes diferencias entre los dos relatos de este milagro, tal como nos los presentan Mateo y Lucas. Éstas no se deben a algún error por parte de los escritores, sino a un propósito divino bajo la dirección del Espíritu Santo. Él indicó a cada uno las características que debían ser mencionadas, y lo que debía omitirse. De este modo Mateo, por una parte, quien escribió teniendo especialmente en vista a Israel, agregó la solemne advertencia del Señor a la nación al decirles que muchos vendrían desde lejos, y serían bendecidos con Abraham, Isaac y Jacob, mientras los hijos del reino serían echados fuera (Mateo 8:11-12). Tales palabras eran muy necesarias para un pueblo que basaba sus esperanzas en privilegios religiosos y descuidaba la fe personal.
Lucas, por otra parte, quien era un gentil y escribió a los gentiles, omitió la advertencia a Israel. En lugar de ello introdujo lo que era instructivo para los gentiles, el hecho de que el centurión, primeramente fue a los ancianos judíos para que intercedieran por él ante el Salvador. Si la advertencia notada por Mateo debía humillar el orgullo de los judíos, la mención añadida por Lucas debía bastar para abatir la altivez de los gentiles. ¿No somos inclinados a olvidar que hemos recibido todo por medio de los judíos? Las Escrituras, el Salvador, los primeros predicadores del cristianismo, todo ha venido a nosotros de Israel. Si esto se hubiese recordado, los hijos de Abraham no hubieran sufrido siglos de opresión bajo la mano de pueblos que se dicen «cristianos».
El siervo fue sanado. Tal fe por el Señor no podía ser decepcionada. Tampoco la fe en la Palabra del Señor ausente puede fallar en recibir una plena respuesta por parte de Dios.