La hija de Jairo
Durante las edades que han precedido a la venida de Cristo, las comunicaciones y las intervenciones divinas eran especialmente con el pueblo de Israel. El resultado de todos los tratos de Dios con esa nación fue poner de manifiesto la verdadera condición de los hombres. El corazón humano demostró ser incorregiblemente malo en la más favorecida de las familias de la tierra, por lo que significa que éste es entonces irremediablemente malo en todo lugar.
El caso de la hija de Jairo ilustra estos principios. Marcos y Lucas nos dicen que ella estaba muriendo cuando su padre pidió al Señor por ella, y luego escuchó que había muerto por un mensajero que le había sido enviado. Mateo abrevia este relato al comenzar con la muerte de ella. Su caso era sin esperanzas desde un punto de vista humano, aunque su padre, como principal de la sinagoga, era instruido en la ley de Dios. La niña muerta nos da un cuadro del estado de muerte espiritual de Israel, a pesar de haber tenido la ley por siglos. Ésta no había podido impartir vida a Israel; por tanto, era imposible que pudiese impartir justicia. Si ésta no podía suplir la primera necesidad del hombre, tampoco podía suplir la segunda. “Si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley” (Gálatas 3:21). No obstante, en completa ceguera en cuanto a su verdadera condición, Israel incesantemente ha buscado la justicia por medio de las obras de la ley. Los gentiles no han aprendido mejor la lección de la ruina humana. Todavía hoy muchas personas en la cristiandad se esfuerzan por obtener la bendición sobre el principio de las obras, en una forma u otra.
Jairo sentía profundamente la incapacidad de las instituciones religiosas o legales ante la muerte, y por tanto acudió al Hijo de Dios. Con bondad y ternura, el Salvador dijo al angustiado padre: “No temas, cree solamente”. Y tomando con él a Pedro, Jacobo y Juan, entraron en la casa donde se encontraba la joven y le devolvió la vida por su palabra vivificante. Le bastó decir: “Muchacha, levántate”, e inmediatamente su espíritu volvió a ella. Es también una imagen de lo que él cumplirá para su nación cuando vuelva otra vez.
Mientras tanto, este principio está estampado indeleblemente en las páginas de las Escrituras: el hombre está muerto ante los ojos de Dios. Es vano predicar buenas obras y ordenanzas religiosas a los muertos. ¿Por qué se obstinan los hombres en tratar de alcanzar la bendición por medios que han fallado claramente en el caso de Israel? Ninguna ley de obras, sino solamente Cristo puede satisfacer las profundas necesidades del hombre. “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9).