La mujer cananea
En Mateo 15 se nos revelan dos corazones: el corazón del hombre y el de Dios. En respuesta a las críticas de los fariseos a causa de que sus discípulos comían sin lavarse las manos, nuestro Señor les dijo que “no lo que entra en la boca contamina al hombre, mas lo que sale de la boca”. Las palabras son la expresión de lo que hay en el corazón (v. 11, 18). Describen entonces el terrible cuadro del corazón humano. Según el juicio del Señor, este corazón está lleno de maldad e iniquidad.
Dejando a sus hipócritas oponentes, el Salvador se dirigió hacia la región de Tiro y Sidón. Poco tiempo antes, él había considerado estos lugares como especialmente endurecidos (11:21); ¿podría encontrar allí algún refrigerio para su espíritu? Pronto se le acercó una mujer cananea pidiéndole que expulsara de su hija a un demonio: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio”. ¡Pero sus palabras denotaban un error! Siendo de una raza bajo maldición, y cuya permanencia en la tierra se debía únicamente al fracaso del pueblo de Dios en días de Josué que no habían expulsado a tales pueblos de la tierra, ¿qué podía ella esperar del “Hijo de David”, sino una justa condenación? Al principio el Salvador no le respondió palabra. Pero cuando sus discípulos lo invitaron a despedirla, él le dijo: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Tal era realmente su misión en aquel tiempo. Él era “siervo de la circuncisión… para confirmar las promesas hechas a los padres” (Romanos 15:8). En este cuadro los gentiles no podían hacer valer ningún derecho ni pedir nada de él. No obstante, la necesidad de esta mujer era tan grande que no se conformó con esta respuesta y le dijo, “¡Señor, socórreme!” Esta vez, dejó de lado el título judío de “Hijo de David”, deseando simplemente la misericordia del Señor. Pero la obra en su corazón tenía que ser más profunda todavía, de manera que el Señor le respondió: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”. Esta palabra constituía una verdadera prueba. La mujer no se enojó ni se alejó, como lo había hecho Naamán otrora (véase 2 Reyes 5). Humildemente replicó: “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”. ¡Respuesta admirable! La fe prevaleció. Aunque no pertenecía a Israel, pueblo elegido por Dios, ella confiaba en que el corazón de Dios contenía reservas de bendición aun para las más pequeñas de sus criaturas. Y sin duda, Aquel cuyo eterno hogar está en el seno del Padre, no la contradijo en esto. Su extraña actitud con ella tenía el propósito de producir esta grande expresión de fe en ella. La aparente dureza del Salvador escondía un corazón lleno de ternura que anhelaba bendecir desde el momento en que ella tomó su verdadero lugar ante él. Podemos pensar que visitó aquella localidad por causa de ella; porque, habiendo sanado a su hija, retornó al lugar de donde había venido. Había visto la aflicción de esta madre desde lejos, aunque ella no lo sabía.
El secreto de la bendición es tomar un lugar humilde a los pies de Dios. Habiendo nacido de una raza arruinada, e individualmente culpables de muchos pecados, no tenemos ningún derecho ante Dios. Solo merecemos el juicio. Pero aquel que humildemente se reconoce pecador e indigno, pronto aprenderá que el amor de Dios para él es tal que ha sacrificado a su propio Hijo unigénito para su bendición, y que, en virtud de esta muerte expiatoria, sus pecados e iniquidades nunca más serán recordados.