Un hombre hidrópico
Encontramos otro incidente en un día sábado. El lugar no es una sinagoga, sino la casa de un gobernante, que era fariseo. El Señor había sido invitado. Lucas dice de los que estaban presente: “éstos le acechaban” (v. 1). No es necesario decir más acerca de la actitud del anfitrión y de los convidados hacia el huésped. El que estaba sentado a la mesa con ellos era Dios manifestado en carne, pero en su ceguera ellos no lo podían ver.
Para los que tenían oídos para oír, esta escena fue una oportunidad llena de instrucción. Jesús que dice siempre la verdad habló libremente, y las cosas que dijo ese día debían haber llevado a cada uno a humillarse ante Dios. El Salvador habló de la infinita gracia de Dios, así como del irremediable mal del corazón humano.
La presencia de un sufriente —un hombre afligido con hidropesía— fue la ocasión que él usó para enseñarles. Esta vez, Jesús mismo mencionó la cuestión del sábado. “Habló a los intérpretes de la ley y a los fariseos, diciendo: ¿Es lícito sanar en día de reposo?” Al no obtener respuesta, sanó al pobre enfermo y le despidió. Pero sabiendo la oposición que había en sus corazones, les dijo: “¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en algún pozo, no lo sacará inmediatamente, aunque sea en día de reposo?”. Ellos callaron. Cuando se trataba de sus propios intereses no tenían ningún escrúpulo en actuar prontamente, aunque fuese en un día sagrado (v. 2-6).
El hombre —aun religioso— está en desacuerdo completo con Dios. Su fidelidad a las formas de religión, de la cual se jacta, no es el fruto del amor hacia Dios, sino simplemente la gratificación de su propio orgullo espiritual. ¿Se puede imaginar algo más ofensivo que esto? Si por una parte los transgresores de la ley divina producen “malas obras” (Colosenses 1:21), por otra parte los hombres religiosos producen “obras muertas” (Hebreos 9:14), Ambas cosas son igualmente odiosas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta (4:13). El hombre está moralmente tan alejado de Dios que de todos se debe decir: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7).
La exposición del corazón humano por el Salvador en la mesa del fariseo es una cosa humillante. Primero, reprendió el orgullo de los convidados que escogían los primeros asientos (Lucas 14:7-11). Después, censura el egoísmo del anfitrión, que había invitado solo a aquellos que le podían devolver su invitación (v. 12-14). ¡Este orgullo y este egoísmo se manifestaban en presencia del que había dejado la gloria del cielo y se iba a ofrecer a sí mismo en la cruz por amor a los pecadores que se perdían!
Alguien se atrevió a hablar y decir: “Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios”. El Señor pronunció entonces la parábola de la gran cena (v. 15-24) que nos muestra que, cuando Dios provee algo grande y costoso, el hombre no tiene ningún interés por esto. En la casa del fariseo los hombres buscaban los primeros asientos, pero cuando Dios invita y ofrece su gracia nadie se interesa. “Te ruego que me excuses” fue la uniforme respuesta a la invitación divina. Tal es la enemistad del corazón humano hacia Dios que, si ha de tener convidados en su fiesta, él necesita decir: “Fuérzalos a entrar”. ¡Qué contraste entre el corazón del hombre y el de Dios, lleno de bondad, y esto eternamente!