La oreja de Malco
Lucas, “el médico amado” (Colosenses 4:14), nos habla de una escena conmovedora en el huerto de Getsemaní. Esto ocurrió en la víspera del suplicio del Salvador. La cruz se presentaba ante él con toda su aflicción y vergüenza. Acababa de levantarse de sus angustiosos ruegos cuando una turba de hombres armados se acercó para prenderlo. El beso de Judas les indicó quien era el que buscaban. Aun así, no había peligro para él si no hubiera escogido entregarse a la malicia de sus enemigos. Al oír sus palabras los enemigos cayeron a tierra (Juan 18:6); y nada habría sido más fácil para él que haber evitado todo eso, si así lo hubiera deseado. Pero habiendo venido de arriba para ofrecerse a sí mismo como sacrificio expiatorio, humildemente se sometió a la voluntad de Dios.
Pero los que lo rodeaban no eran del mismo espíritu. Pedro, con su acostumbrado celo, desenvainó la espada y cortó la oreja derecha de Malco el siervo del sumo sacerdote (v. 10). ¡Cuán diferentes al Señor son aún sus más nobles seguidores! Vemos en Pedro, en ese momento, la actividad carnal cuando su Maestro muestra una perfecta sumisión. Y algunas horas después, mientras Jesús daba un fiel testimonio delante del sumo sacerdote, ¡Pedro le negó en la presencia de siervos con juramentos!
Notemos ahora la gracia del Salvador. Reprendió a su discípulo por su celo carnal, y tocando la oreja del siervo, lo sanó. Es Lucas quien nos habla de este extraordinario despliegue de gracia sanadora, y es Juan quien registra los nombres de las personas que estaban allí. Verdaderamente, la misericordia de nuestro Señor Jesucristo es ilimitada. No solo durante los días de su ministerio, sino también cuando las oscuras nubes se amontonaban a su alrededor, él fue el siervo voluntario de las necesidades y miserias humanas. Esto se verá también en su bondad para con el malhechor en la cruz.
¡Malco, un abierto adversario sanado y bendecido! Los anales de la naturaleza humana no pueden mostrar algo semejante. El Salvador actuó de este modo, mostrando la esencia misma del Evangelio. De allí las palabras en Colosenses 1:21-22: “Vosotros... que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte”. El que escribió estas palabras había experimentado personalmente la verdad de ellas. Saulo de Tarso fue un adversario del Hijo de Dios aún mayor que Malco, “habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús”. No debe maravillarnos que uno que había sido así divinamente favorecido se haya deleitado desde entonces en proclamar: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:12-15). Ninguno en el universo es así capaz de ablandar los duros corazones como el Señor Jesús, ni transformar a los más violentos adversarios y hacer de ellos humildes y consagrados discípulos. Todos sus tratos son de incomparable gracia.