Los milagros del Señor Jesús /31

Juan 4:46-54

El hijo del oficial

El Señor se encontraba nuevamente en Galilea, habiendo vuelto de Jerusalén pasando por Samaria. Durante su estancia en esta ciudad, expuso el camino de vida a Nicodemo. De regreso, había llevado eterna satisfacción y gozo a la vida de la mujer junto al pozo de Sicar. Este último incidente fue seguido por dos días de feliz labor entre los samaritanos que estaban muy ansiosos por escuchar su palabra.

Jesús se encontraba una vez más en Caná. Un hombre noble, que residía en Capernaum, lo llamó para que visitase esa ciudad y sanase a su hijo, que estaba a punto de morir. En esta historia podemos ver la actual y la futura historia de Israel. Este hombre era un oficial del rey, un judío ligado a la corte de Herodes, el gobernador extranjero del distrito norte de Israel. En él podemos ver la figura de la falsa posición en la cual la nación elegida estuvo por largo tiempo. Habiendo sido infiel a su llamamiento de separación de todos los demás pueblos, Dios la había abandonado al fruto de sus propios caminos. Como consecuencia, el pueblo de Israel se encontraba subordinado a sus amos gentiles. Al igual que el hijo del oficial, Israel había caído bajo el poder de la muerte. En Ezequiel 37, el mismo pueblo es nacionalmente asemejado a un valle lleno de huesos secos que no vivirán hasta el día de la presencia del Salvador con poder.

En respuesta a su súplica, el Señor respondió: “Si no viereis señales y prodigios, no creeréis” (Juan 4:48). En Israel esto era generalmente así (1 Corintios 1:22), mientras que con los samaritanos y gentiles su palabra era mejor recibida. Con fervor el padre le suplicó: “Señor, desciende antes que mi hijo muera”. Su fe era más débil que la del centurión romano bajo similares circunstancias. El centurión urgía al Salvador para que no viniese, sino que solamente dijese la palabra sanadora donde le encontró, estando completamente persuadido que nada más era necesario (Mateo 8:8). El oficial judío debía aprender esa lección; y de acuerdo a esto fue despedido con estas palabras: “Vé, tu hijo vive”. Él creyó al Salvador y aunque su fe fue débil, era real. Por tanto, dirigió sus pasos hacia su casa, y pronto encontró a los siervos que habían salido desde Capernaum a recibirle con las buenas nuevas de que su hijo vivía. Habiendo preguntado a qué hora le había dejado la fiebre, entendió que era aquella hora en que el Salvador había pronunciado sus palabras de sanidad. Entonces toda su casa vino a creer en Jesús.

La fe en la palabra del Cristo ausente es la gran necesidad para el tiempo actual. No se trata más ahora de escuchar su voz como cuando estuvo sobre la tierra, sino que ahora nos habla desde los cielos por medio de las Sagradas Escrituras. En estas nos hace conocer el infinito amor de Dios, el costoso sacrificio de la cruz, el perdón, la justificación de los pecadores y la vida eterna. Todo esto forma la bendita porción de todos los que en él confían. Si los hombres no escuchan la voz divina en las Escrituras, entonces el cielo está completamente en silencio, y están condenados a andar a tientas en su camino hacia la perdición. El que piensa que el Creador abandonó a sus criaturas a tal suerte está enteramente equivocado, y no discierne a Aquel que es infinitamente sabio y bueno.