El impuesto del templo
Era completamente natural que los cobradores de impuestos de Capernaum preguntaran a Pedro si su Maestro pagaba las dos dracmas que todos los varones en Israel debían dar para el templo. A los ojos de ellos Él era solamente un predicador itinerante, quizás un profeta, pero en todo caso obligado a pagar este impuesto como todos. Al responder la pregunta afirmativamente, Pedro se equivocaba grandemente. Poco antes él mismo había confesado a Cristo como “el Hijo del Dios viviente”, y había recibido del Señor su plena aprobación por esto (16:16-17). Pero ahora él reconocía que Jesús debía someterse al impuesto, como si fuera un simple israelita. Al entrar en la casa, el Señor, conociendo todo lo sucedido, “le habló primero, diciendo: ¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos, o de los extraños? Pedro le respondió: De los extraños. Jesús le dijo: Luego los hijos están exentos” (v. 25-26).
Una declaración simple, ¡pero cuán acertada! Jesús de Nazaret era el Hijo de Aquel que moraba en el templo. De su Hijo, el gran Soberano del universo no podía ni quería exigir nada. Pero obsérvese el plural: “hijos”. Jesús asociaba a Pedro con él mismo, como compartiendo su propia posición y relación con Dios. ¡Qué gracia asombrosa! La Escritura es muy explícita al respecto: “Ya no eres esclavo, sino hijo… todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 4:7 y 3:26). Lo debemos a la sangre expiatoria del Salvador, que ha quitado todos nuestros pecados, ofreciendo a Dios un justo fundamento para el despliegue de todo su amor y gracia. La sangre de Cristo da a todos los que creen en él el privilegio de tener parte en las relaciones del Hijo con el Padre y de estar con él en su gloria celestial para siempre.
Pero estas maravillas no eran todavía reconocidas por el mundo. Ni Cristo, ni tampoco los suyos son considerados en su verdadera posición de exaltación como hijos del Padre. Por tanto, el tributo debía ser pagado sin reparos. Ni objeción, ni resistencia alguna podía proceder del manso y humilde Señor. Si el medio siclo para la expiación hubiese sido demandado en el tiempo del censo (Éxodo 30:11-16), el caso habría presentado serias dificultades; pero este impuesto era de una naturaleza diferente, se trataba de un mero impuesto para el mantenimiento de la casa de Dios (2 Crónicas 24:4-6).
Nótese la tierna consideración de nuestro Señor: “Sin embargo, para no ofenderles”. Él prefería pagar lo que se le pedía, aunque esto era injusto y objetable, antes que poner en peligro el testimonio de Dios al provocar los envidiosos comentarios de los incrédulos. ¡Cuán poco este ejemplo ha sido atendido por los cristianos cuando tienen la impresión de ser tratados injustamente!
Aunque la suma exigida era pequeña, el Salvador no la poseía. La creación debía por tanto suplirla a su mandato. “Vé al mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo, y al abrirle la boca, hallarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí y por ti”. Todo, y cada cosa, viento, olas, peces, demonios, etc., discernían quien era Él, salvo el pobre y cegado hombre. ¡Penoso pensamiento! La más favorecida de todas las criaturas de Dios, ¡es la más ciega a causa del pecado! Aun así, su infinita gracia adquirió y levantó a multitudes de seres humanos, y los ha puesto en la compañía de su Hijo amado, de manera que él pudo enlazarlos y unirlos consigo mismo y decir: “Por mí y por ti”.